lunes, 18 de enero de 2016

Seis goles para mi padre



De chiquito fui delantero, con esa pasión que los pibes tienen por sus héroes eternos, los goleadores. Hacía dupla con el más grande de los Niro, un jugadorazo en serio, un líder natural y un formidable estimulador para todo el equipo. Para todos menos para su broder menor y gran cuate mío, el Bocha Niro, que lo sufría como un hermano mayor con algo de mandón y un mucho de sobreprotector. Pero en la cancha –es decir, en las veredas y algunas veces en el Parque Saavedra–, los tres nos complementábamos bastante bien y, por ende, nos repartíamos los goles. Y tal vez todo hubiese seguido así de no ser porque nos tuvimos que exiliar a Chile de un día para el otro, y en Las Condes había poco y nada de fútbol callejero y, claro, ya no tenía a mis aparceros.

Y ya no los volví a tener. Cuando al fin regresamos, los más grandes de la barra habían derivado hacia otros intereses y habían arrastrado a los de mi edad hacia el mundo de los disc-jockey, las pilchas, y las hijas rubias de oficiales que seguían llevando luto por Lord Nelson. Perdimos la sana costumbre de potrerear, llenarnos de moretones y molestar a los vecinos. La irrupción de la música disco fue como la imposición de un deber ser prolijo, peinado y aplomado, y ya no quedaba bien apasionarse con la redonda, abrazarse con los amigos o hablar a los gritos. Tiene que haber sido en ese período que pasé de delantero a defensor, de goleador con mística a patadura sin remedio, de integrar Los Diablos de Prometeo a no tener ningún equipo.

Tiempo más tarde, en el año final de la primaria, me tocó jugar un intercolegial bastante soso. Ya no aquel jugador audaz y vistoso, pero este nuevo conjunto no invitaba a ninguna osadía. Más que un equipo era una sucesión de estrellitas, cada una de las cuales jugaba para su lucimiento. Y para su leyenda, porque el partido se jugaba dos veces, la primera en la cancha y la segunda en los pupitres, vendiéndoles a las pibas más lindas de la clase unas hazañas que jamás habían sucedido en los hechos.

Mi padre fue a ver esos partidos horrendos en los que nos vapuleaban sin piedad y en los cuales andaba perdido como en una pesadilla. Pronto quedamos eliminados y, aunque me vi aliviado, me sentía en deuda con mi viejo, quien venía arrastrando una penosa enfermedad. Pero como dice el refrán popular, el fútbol siempre da revancha, y ya no recuerdo cómo ni por qué nos armaron un desafío en pleno Parque Saavedra. Ese día no pasé por el cole para ir con los demás, sino que bajamos con mi padre desde Vedia al parque.

Ese sábado mi padre estaba particularmente sombrío y apagado, pero alcanzó a darme algunas instrucciones –y yo a escucharlas–, y entonces me desentendí de los maletas del Instituto San Martín y me dediqué a recobrar la memoria. Jugué de “nueve” pleno, sin complejos, y metí cinco goles seguidos, uno más lindo que el otro. Después, me hicieron un penal y los falsarios del pupitre pretendieron birlarme el placer de patearlo. Pero me impuse, tomé una carrera larga como mis ilusiones de que mi viejo sanara, y la clavé en un ángulo, entre los guantes del arquero y el dolor de los vencidos. Fue el 6 a 1 final. Tras el frío saludo de mis propios condiscípulos, nos montamos en el Renó de mi padre rumbo a Vedia y a las gloriosas papas fritas de mi madre.

El lunes, cuando ya no esperaba ninguna otra satisfacción de la jornada del sábado, los cancheritos del aula me la brindaron sin querer. Contaban sus mentidas glorias a la platea femenina, y se metieron solitos en el brete de los seis goles. Una de ellas preguntó quiénes habían marcado los tantos y ellos me señalaron con odio, como si los hubiera hecho en contra. Entonces, la piba más bella del colegio se dio vuelta para inquirirme si era verdad. Y ahí, entornando estos ojos tristes que Dios me ha dado, le dije que sí en un susurro. Y, perdoname viejo querido, le regalé a Alejandra los goles que hice para vos. 

Carlos Semorile