Hace unos años atrás, durante una
estadía en Buenos Aires, un amigo francés, Jean Barak se dedicó a sacar fotos
de la ciudad. Hizo varias series. Una estuvo dedicada a las paredes de Buenos
Aires. Ese trabajo luego devino muestra. Por un lado estaban los murales.
Por otro, las viejas paredes tanto en exterior como en interior. En medio de
unas y otras, había también ventanas, rejas, puertas. Esa cuestión fue tema de
conversación de algunas caminatas que compartimos: no las paredes, no las
rejas, no las ventanas… el tiempo. La huella que el tiempo deja en las cosas.
Un día, en la Boca, en lo que
alguna vez había sido El Taller de Garibaldi, propiedad de Tata y Alberto
Cedrón, Jean tuvo la oportunidad de fotografiar lo que quedaba del taller en
ruinas. Tomó varias fotos. En una de las paredes podía
verse la huella de una escalera. Había una enigmática puerta que parecía no
llevar a ninguna parte* y había además una zona de la pared que, vista de lejos,
parecía un cuadro.
Jean volvió a Francia y
dejó en casa una copia de sus trabajos. Me impresionó la foto que
mostraba la mancha, hice un recorte y me quedé con un detalle. Siempre me
pareció que era como un cuadro. Bello. Por eso, cuando busqué una
imagen para asociarla con este blog, no hubo que pensarlo mucho: elegí ese detalle y le puse un título como
si “de verdad” hubiera sido un cuadro**.
De ahí que hoy, mi amigo Carlos Semorile
me haya dado sin saberlo una linda sorpresa al decirme así: “Me preguntan de
quién es la pintura que sale en la portada de Nuestro Querer…”
El tema es que no conozco la
respuesta. ¿De Jean Barak? ¿De Tata y Alberto Cedrón? ¿De todos los que pasaron
por el Taller de Garibaldi? ¿De la humedad? ¿Del aire?
¿Del tiempo?
Cándida
* La puerta enigmática y
parte de ese muro fotografiado por Barak figura en la edición chilena de “La muerte lenta…”
**En el marco de un proyecto de
libro, en la fase previa, de preparación y esbozos, esa “pintura” inspiró un párrafo que luego devino otra cosa y desapareció, por así decirlo, sin
dejar rastro.
“La foto mostraba un muro. No era un muro cualquiera. Había resistido
todas las intemperies y cada una de ellas había dejado su huella. Una marca, que
junto a otra marca, había ido formando con el tiempo un fresco que nadie había
pintado. Prevalecían los tonos violetas en contraste con los naranjos y los rojos
de los ladrillos que en ciertas partes estaban a la vista. También eran
visibles las diferentes capas de pintura como pequeños trazos que la lluvia
había desteñido. Mirado de lejos el muro presentaba en toda su extensión una
gran mancha descolorida. Mirado de cerca se hubiese dicho que un fino pincel había
dispuesto esos toques de colores”.