¿Cómo se hace para ser muy
tímido y muy curioso a la vez? En 1987, no me planteaba la pregunta en estos
términos sino de un modo mucho más existencial, urgido por saber hacia dónde
encaminar mis pasos y muy influenciado por recientes y febriles lecturas de
Carlos Castaneda. Por cierto que, estando en México, soñaba con acceder al
“conocimiento” por la vía del peyote, y la ocasión se presentó una tarde en una
placita de Guanajuato. Estaba allí vendiendo unas artesanías (“vendiendo” es un
decir, y las artesanías las tenía en consignación) cuando me encaró un joven
desgreñado, enjuto y simpatiquísimo que
dijo saber qué era exactamente lo que yo andaba buscando. No es que lo supiera
por sí mismo, sino que el espíritu me había señalado: Jaime no hacía más que
ofrecerse como guía, como de hecho venía de hacerlo la noche anterior para unos
cuates, jóvenes artesanos como él.
Volvimos a vernos un par de
veces en la ciudad de México, siempre con miras a encarar nuestra partida hacia
el desierto y hacia “el viaje” del espíritu, como lo llamaba Jaime con
reverencial respeto. Mi amigo vivía en la terraza de la casa de una hermana, y
allí tenía sus petates, sus herramientas y creaciones, junto a una buena
cantidad de plantas que traía de sus viajes de búsqueda y que sólo usaba en
ocasiones especiales. O para iniciar a otros, con suma delicadeza y cuidado, y
nunca por dinero porque su rollo era puramente espiritual. En aquella ciudad caótica,
violenta y despiadada, Jaime era el último artesano del viaje del nagual. Su
apariencia era luciferina, su interior beatífico.
El día que finalmente
salimos me llevé la desagradable sorpresa de que seríamos tres y no dos, pues
Jaime había sumado a un amigo suyo, un muchacho con el que de entrada no
congeniamos. Viajamos en bus desde el D.F. hasta San Luis Potosí, pero no
llegamos a tiempo a enganchar el convoy que nos llevaría a destino. Por rastros
sofocantes y huellas polvorientas, un taxi-colectivo nos arrimó a un poblado en
cuya estación debíamos esperar la llegada del ferrocarril. En vez del tren, se
aparecieron unos guaruras bien pesados con sus rifles y escopetas, y con muchas
ganas de cargarse a 3 “peyoteros” perdidos en medio de la nada. Nos salvó mi
acento y mi pasaporte, pero tuvimos que irnos a las apuradas hasta la salida
del pueblo entre amenazas y burlas. Allí hicimos dedo, y viajamos saboreando el
ocaso -como si fuese un triunfo propio- acostados sobre el techo de una
solidaria pick-up.
Llegamos al filo del
anochecer, molidos y con mucha hambre. Wadley no se parecía en nada a la imagen
de un pueblo de hippies drogones, ni tampoco tiene el encanto de Real de Catorce,
el pueblo insignia de quienes iban en busca de los efectos de la mescalina. Wadley
era apenas una bonita estación de piedra, y los restos abandonados de un
antiguo emprendimiento minero. Del otro lado de las vías, algunas casas
desperdigadas y unas pocas luces mortecinas. Una viejita amiga de Jaime nos
sirvió unos frijoles en la sala de su casa, y allí mismo dormimos cada uno
envuelto en su sarape. Nos levantamos al alba, desayunamos café con frijoles, y
salimos a buscar una tienda donde proveernos de frutas y jugos suficientes como
para afrontar la travesía.
Tres o cuatro casas más
allá comenzaba el desierto. No hay palabras para el desierto, como no sean las
que reflejan nuestras acciones (“anduvimos”, “trajinamos”) o las que pretenden
evocar el extrañamiento que sentimos allí, a horcajadas entre la maravilla y la
desorientación más radicales. Nos pasó de cruzarnos con un campesino salido de
quién sabe dónde, pero lo mismo podría haberse tratado de un espectro ilusorio
sin carnadura real. Seguimos andando y buscando entre las matas de “la
gobernadora” hasta que el amigo de Jaime encontró lo que andábamos buscando. Hicimos
una pequeña ceremonia de agradecimiento, nos concentramos en las cuestiones que
llevábamos como preguntas, y nos dispusimos a comer los gajos del hongo
sagrado. Y viajamos.
Ellos lo hicieron a la
manera de los machotes mexicanos, entre risotadas y gritos, trepados boca abajo
del único arbolito que había por esos lares, hablando hasta por los codos y
volviendo a ingerir más y más gajos como si se tratase de una competencia. Los
miraba ir y venir con sana envidia, creyendo que no me pasaba nada hasta que
tuve que extenderme sobre la arena porque mi propio viaje demandaba toda mi
atención y consumía todas mis energías. Mientras estuve allí tendido, se me
apareció el nagual y vi con toda claridad la raíz de mis problemas y la índole
gravosa de mi seriedad ensimismada y sombría, siempre vacilando entre la
timidez y la curiosidad. Mis muchos años de divanes caros y terapias diversas, no
me dijeron nunca tanto ni tan claro.
Con las últimas luces del
día regresamos agotadísimos a Wadley pero, corridos por la escasez de dinero,
esa misma noche tomamos el tren hacia San Luis Potosí. Los vagones venían
repletos de campesinos con sus bártulos, sus animales y hasta sus cocinas
portátiles. Nos acomodamos como pudimos en el muelle entre dos vagones, y allí
recibí la fulgurante mirada de un indígena muy viejo que parecía conocer todos
mis secretos y adivinar todo mi porvenir. Si alguna vez me crucé con un chamán,
fue esa noche poderosa e increíble.
En San Luis primero estuvimos
a punto de perder el micro, y luego nos bajaron y casi nos encanaron debido a
la escandalosa algarabía de Jaime y su cuate. Logramos que nos admitieran de
nuevo en el ómnibus, pero llegamos a México muy disgustados y en el metro ya ni
nos hablamos. Tiempo después, pasé por la casa de Jaime, no lo encontré y le
dejé una nota. Un pésimo final para el que había sido un gran viaje en todos
los sentidos. De hecho, cada vez que leo aquello de que “el viaje es el camino”
siempre recuerdo la felicidad que sentimos en el techo de aquella camioneta
blanca, cuando el sol era un fuego dorado sobre el horizonte del desierto y
allí nos esperaba el camino del nahual.
Carlos Semorile