miércoles, 31 de julio de 2019

Apunte de lectura

"Creo, como creían los chinos, que lo que parece una creación no es sino el arte de dar forma a lo que se ha recibido".

J. Berger 
("La voz de los ausentes", 2004)

domingo, 21 de julio de 2019

No olvidar la tormenta


Sale de casa como lo que es. Una imprudente. Sin campera ni paraguas. Atrasada también porque se entretuvo hablando con L. Sale casi corriendo con un libro en el bolso. Todavía hay sol. Todavía hace calor. Ya en el 63, la gente habla de la tormenta, que se viene, que ya está, y recién entonces se dibuja en su cabeza la imagen de un paraguas… pero el libro la atrapa y además es primavera (o se podría creer… pero es invierno). En algún lugar de su persona asoma la alegría del encuentro, el motivo del viaje, los materiales que va a buscar, los amigos. Vuelve a girar la página y entonces cae sobre una frase. ¿Dónde habrá puesto el lápiz? (Quisiera subrayar esa frase). No hay caso, por más que lo intente, por más que prepare y prepare cartucheras, los lápices se esconden y rara vez están cuando los necesita (ocurre parecido con los paraguas pero en eso, hay que decirlo, no se esmera). Jura fidelidad. Promete no olvidar la frase. La marcará después, porque ahora el chófer dice que hay que bajar y apura el paso. La visita será corta. Por lo de la tormenta que, sin duda, viene en camino. Llega, entra. Marca: piso 10. Los amigos están ahí. Hacia un tiempo que no los visitaba en su casa. Lo que sorprende es la ventana. “¿Perdón? ¿Pero siempre estuvo?” Sí… pero no… La respuesta no es simple ni corta. Es una respuesta con episodios. Y mientras los tres se acomodan alrededor de la mesa, cerca de la ventana… y de las nubes… escucha… la increíble historia de la ventana… y de su modificación irregular pero no ilegal –razón por la cual aquí nadie tiene nombre. Un relato que parece un cuento de Gogol… ¿o será de Allan Poe? Una historia de deseo, de vista al mundo y de envidias. Una historia no escrita que merecería otros desarrollos (lo anota en algún lugar de su mente porque sigue sin saber dónde puso el lápiz). Y de la ventana, la conversación va pasando a otro tema y a otro y a otro. En cada etapa, es llamativo… solo hay seres queridos, muy queridos (con excepción del relato de la ventana y sus vecinos…). De pronto le parece que es justo realizar ciertas irregularidades para que algo en este mundo tenga el tamaño de los sueños que uno tuvo, sigue teniendo, defiende, de las más insólitas maneras… Y mientras esto sucede, se sirve el café, se sirve esa especialidad de nombre desconocido para ella que S. preparó, y también hay mate, y hay palabras, silencios, gestos de preocupación, pesares, risas, sonrisas, todo eso, no junto, sucesivamente… y la hora pasa, y nadie recuerda ya que se viene la tormenta. Y cuando es hora de irse, sale el tema de los libros, de modo que la reunión se prolonga media hora más y cuando de verdad es hora de irse, resulta que afuera no es más primavera. Es invierno. Es de noche. Hace frio. Llueve. ¡No quiere irse! No porque ahora la cosa es segura –la tormenta es una realidad insoslayable– sino porque la conversación ha sido tan... tan... las palabras, al igual que los lápices y los paraguas… etc. que no quisiera tener que moverse, pero sí, no hay remedio. Entonces S. y también C. buscan soluciones y ella sale de ahí totalmente distinta a como vino. No solamente porque se lleva los materiales que fue a buscar y un libro en préstamo (para los niños) y un escrito en preparación (¿quién recibe hoy de manos de su autor un escrito en preparación?… Oh fortuna...), sino también… porque se lleva puesta una campera que no es suya y un paraguas que tampoco es suyo. Se pone la capucha y no puede dejar de pensar en ese personaje de una película que no vio… E.T… No sabe si es por el desamparo del que está lejos de su casa o, al contrario, por la amistad, por el gesto de los amigos que la despiden en medio del aguacero y el vendaval (qué lindo es que te cuiden). Camina. Enfrenta la tormenta. Sigue todas las indicaciones. Sube al 63. Se escurre. Se saca la campera, acomoda las cosas. Se sienta. Abre el libro. Lo retoma en el lugar exacto donde lo dejó. Eso cree o espera... Pero no ve nada. Busca la línea, busca primero los anteojos, los encuentra… Sigue sin ver. El 63 está a oscuras. Los vidrios empañados. Podría haber cambiado de ruta, ir quién sabe hacia dónde. Un señor se ha sentado a su lado. Sigue intentando leer hasta que de pronto un rayo lo ilumina todo: “Nada era demasiado pequeño para ese diálogo, nada demasiado grande”. Luego, un trueno, un ruido tremendo. Se miran con el señor, pero es él quien lo dice: “¡qué miedo!” Se echan a reír. Los niños también ríen. Acaba de explotar un globo. Sigue leyendo y mientras lee, va escribiendo. Apunte en mente: no olvidar la tormenta.

Cándida




martes, 16 de julio de 2019

El niño más feliz del mundo


 Antonia me había adelantado algo, pero con cierto ineludible “secretismo” y una cuota de suspenso de esas que te carcomen la curiosidad. Lo que no imaginaba para nada fue que me estuvieran esperando los nuevos libros de Papelucho, dos nuevas aventuras del precioso y singularísimo personaje creado por Marcela Paz en 1934 y que sus hijos decidieron publicar en 2017, 32 años después de la muerte de esta autora chilena.

No voy a entrar en un análisis detallado –ni mucho menos racional de ambas obras, pero tampoco puedo guardarme para mí solo algunas de las maravillosas líneas que contienen. Así, por ejemplo, en “Papelucho, Romualdo y el castillo”, nuestro héroe se cuestiona seriamente, como una suerte de Raskolnikov, pero inocente:

“Y comencé a retarme como al peor enemigo.
Nada peor que retarse… ¿Quién lo defiende a uno?
Me comencé a vestir en la oscuridad y dale que dale retándome. Tenía que partir, desparecer de muchas partes, quizás para siempre… Irme de ahí, del colegio, del país, quizás de América… partir lejos.
(…) Y mientras corría pensaba: ‘En estos casos atroces la gente de la TV toma harto trago y se emborracha. Tienes dos alternativas: entra en un bar o entra en una iglesia’. Entré a la iglesia, porque justo estaba ahí esperándome.
Era medio oscura y estaba vacía, o sea no tanto, porque ahí estaba Jesús.
(…) ‘Dios, siempre me creo culpable y no tengo remedio. Es como un mal de nacimiento’.
‘Consuélame, Dios, Dime algo, ¿quieres?’.
Y me quedé escuchando en mi dentror.
(…) Sentí un ‘SÍ’ en mi dentror y me corrió por el espinazo y hasta me puso peludo de feliz. Yo me senté en el banco dando gracias, cansado pero liviano. Entonces me bajó sueño y creo que me dormí”.

El otro libro póstumo, “Adiós planeta”, arranca con una de las clásicas declaraciones de propósitos de Papelucho, lo que no quiere decir que necesariamente los cumpla sino que forman parte de su desbocado imaginario de niño solidario que, literalmente, caiga quien caiga y cueste lo que cueste, quiere ayudar a los demás:

“En estas vacaciones quiero ser periodista. Aunque quizás después decida ser astronauta. O tal vez presidente mundial de perros, ballenas y elefantes…
(…) Lo bueno de Urquieta (su amigo) es que cuando él no piensa, es reflector. O sea capta.
Oye –me dijo cuando llegábamos a su casa-, ¿tú eres noticia o periodista?
-Trato de averiguarlo, pero quería ser periodista…
-¿Por qué periodista? –me miró raro.
-Porque los periodistas están en todas partes, ¡y eso me gusta!
-¡Tú querís ser Dios! –le dio rabia.
-Quiero imitarlo un poco. Cuando uno es periodista y está en todas parte, puede ayudar a la gente”.

Días atrás, mi compañera me preguntó cómo hacía de niño para concitar la atención y conseguir los mimos de mi abuela Olga Maestre, la persona que me introdujo en “el dentror” de Papelucho y, a través de sus historias, en la apariencia silente del mundo de los libros. La pregunta me tomó de sorpresa y, sin querer, me emocioné porque advertí que nunca necesité realizar ningún prodigio para vivir en el amor de esa mujer extraordinaria. Y desde ayer ando como alucinado con los nuevos libros de Papelucho que Antonia –muy amorosamente me regaló. Leyéndolos, he vuelto a ser el niño más feliz del mundo.

 
Carlos Semorile




jueves, 11 de julio de 2019

Un poco más sobre Anhelos


Foto de Alberto González Contreras


Hace unos meses, mi padre difundió la foto que publico y que es obra de uno de sus más queridos amigos. También es un amigo el muchacho fotografiado.

A lo mejor la palabra belleza se inventó para hablar de esta foto. De sus detalles. De los jóvenes que quedaron ahí retratados en ese momento que se ve de alegría, de juego, de placer de estar juntos, de impulso. No es nada fácil correr con otro tomados de la mano. Debe ser incluso una de las cosas más difíciles. Cualquiera que haya tenido que escapar con algún amigo al lado, lo sabe. Pero acá estos muchachos no estaban escapando. La foto fue tomada antes. Unos años antes de que hubiera esa necesidad de escapar. Y esta travesura la hicieron esos dos, los pololos, y el amigo que miraba y buscó el momento justo. La boca abierta del Foncho*… ¿Qué grito era ese? Un grito de apache, uno podría decir, equivocándose sin duda. Un grito entusiasta de acá vamos, abran cancha, córranse que a nosotros, no nos para nadie

En fin. Ellos eran jóvenes. Y la foto fue tomada en Chile a fines de los 60.

Ocurre que, en estos días y por segunda vez, me toca renunciar al proyecto Anhelos. No es grave. Pero quisiera dejar constancia y lanzar algo así como una botella al mar. Lo hago con ayuda de esta foto porque el fotógrafo, creo, me lo permitiría… y porque expresa gran parte de lo que pretendía o pretende este proyecto. 

En el año 2015, con el trasfondo de la huelga de hambre de ex presos políticos y después de un encuentro en la Universidad de Valparaíso sobre temas memoriales, surgió esta idea, ¿por qué no correr la mirada? ¿Por qué no hablar también de lo que quedó aparte? Tan al margen, que hasta parece que no hubiera sucedido: el momento anterior, el momento de alegría, de esperanza, de construcción conjunta que se dio en Chile, durante los años 60, previo a la elección de Salvador Allende como Presidente de la República. Un año después, en el 2016, siempre en Valparaíso, con la complicidad de amigos, se pudo realizar un taller que pretendía ser una prueba piloto, la primera etapa de Anhelos, el taller “El joven que yo fui…”. Una invitación que se ofreció a unas sesenta personas, todas convocadas para participar en distintas actividades sobre memoria, educación y derechos humanos, organizadas por la Universidad de Valparaíso. El taller fue pensado como propuesta a quienes fueron jóvenes en los años 60 para hablar de eso, de sus anhelos, de cómo fue su juventud, su formación, su decisión de involucrarse en tal o cual colectivo, y más allá, en lo colectivo, qué es lo que pretendían hacer, transformar, etc. Participaron jóvenes de los años 60 y jóvenes de hoy, en diálogo, en intercambio. Tan interesante fue lo sucedido ahí, las sorpresas que nos llevamos, los temas que se conversaron, que surgió la idea de esbozar un proyecto a más largo plazo, que se pudiera sostener en el tiempo y que, incluso, desembocara en una puesta en escena para presentar algo de esos Anhelos que fueron, que han sido y que, quizás, serán… a la comunidad. 

Memoria de lo que NO tiene lugar. Memoria anterior a las desdichas. Memoria alegre y –habría que subrayarlo– profundamente política. No se trataba ni podría tratarse de “cómo fue ser joven en los años sesenta”. No se trata de esbozar el cuadro de algo que sería “la” juventud ni siquiera de “esta” juventud sino de esta juventud en tanto fue –además de todas sus otras facetas– partícipe de un momento/movimiento político como no hemos conocido desde entonces en nuestro país y, elemento central del proyecto, en diálogo con otras generaciones, más jóvenes. Memoria, pero también y quizás sobre todo, reflexión, pensamiento, discusión, intercambio, que no podría encontrar su lugar en un museo, ni en un sitio de memoria cuyas misiones son diferentes. Propuesta que, precisamente, tiene entre sus primeros objetivos y es ahí donde está costando el asunto… encontrar su propio lugar para llegar a la comunidad: ¿centro cultural? ¿plaza de barrio? ¿teatro? ¿universidad? Mensaje subliminal: ¿universidad popular?

Eso pues. Dejo la inquietud. Por si les nace alguna idea de cómo y por dónde seguir. Se me ocurre que una de las formas que podría tomar la propuesta sería también la de una muestra que reúna, además de todo, fotos como esta. Por otra parte, durante el taller “El joven que yo fui…” trabajamos con cartas y esas cartas conforman un material valioso. Como si fuera posible escribirnos de un tiempo a otro, de una época a otra, nosotros, jóvenes de tal o cual década, hoy de todas las edades, pelo blanco, oscuro y diferentes tonos de gris.


Antonia



* Foncho, el muchacho fotografiado, murió hace unos meses. En el momento de la foto era militante del MIR.