Sale de casa como lo que es. Una imprudente. Sin campera ni
paraguas. Atrasada también porque se entretuvo hablando con L. Sale casi corriendo
con un libro en el bolso. Todavía hay sol. Todavía hace calor. Ya en el 63, la
gente habla de la tormenta, que se viene, que ya está, y recién entonces se
dibuja en su cabeza la imagen de un paraguas… pero el libro la atrapa y además
es primavera (o se podría creer… pero es invierno). En algún lugar de su
persona asoma la alegría del encuentro, el motivo del viaje, los materiales que
va a buscar, los amigos. Vuelve a girar la página y entonces cae sobre una frase.
¿Dónde habrá puesto el lápiz? (Quisiera subrayar esa frase). No hay caso, por
más que lo intente, por más que prepare y prepare cartucheras, los lápices se
esconden y rara vez están cuando los necesita (ocurre parecido con los paraguas
pero en eso, hay que decirlo, no se esmera). Jura fidelidad. Promete no olvidar
la frase. La marcará después, porque ahora el chófer dice que hay que bajar y apura
el paso. La visita será corta. Por lo de la tormenta que, sin duda, viene en
camino. Llega, entra. Marca: piso 10. Los amigos están ahí. Hacia un tiempo
que no los visitaba en su casa. Lo que sorprende es la ventana. “¿Perdón? ¿Pero
siempre estuvo?” Sí… pero no… La respuesta no es simple ni corta. Es una
respuesta con episodios. Y mientras los tres se acomodan alrededor de la mesa,
cerca de la ventana… y de las nubes… escucha… la increíble historia de la ventana… y de su modificación irregular
pero no ilegal –razón por la cual
aquí nadie tiene nombre. Un relato que parece un cuento de Gogol… ¿o será de Allan
Poe? Una historia de deseo, de vista al mundo y de envidias. Una historia no escrita
que merecería otros desarrollos (lo anota en algún lugar de su mente porque
sigue sin saber dónde puso el lápiz). Y de la ventana, la conversación va
pasando a otro tema y a otro y a otro. En cada etapa, es llamativo… solo hay
seres queridos, muy queridos (con excepción del relato de la ventana y sus
vecinos…). De pronto le parece que es justo realizar ciertas
irregularidades para que algo en este mundo tenga el tamaño de los sueños que uno
tuvo, sigue teniendo, defiende, de las más insólitas maneras… Y mientras esto
sucede, se sirve el café, se sirve esa especialidad de nombre desconocido para
ella que S. preparó, y también hay mate, y hay palabras, silencios, gestos de
preocupación, pesares, risas, sonrisas, todo eso, no junto, sucesivamente… y la hora pasa, y nadie recuerda ya que se viene la tormenta. Y
cuando es hora de irse, sale el tema de los libros, de modo que la reunión se
prolonga media hora más y cuando de
verdad es hora de irse, resulta que afuera no es más primavera. Es
invierno. Es de noche. Hace frio. Llueve. ¡No quiere irse! No porque ahora la
cosa es segura –la tormenta es una realidad insoslayable– sino porque la
conversación ha sido tan... tan... las palabras, al igual que
los lápices y los paraguas… etc. que no quisiera tener que moverse, pero sí, no
hay remedio. Entonces S. y también C. buscan soluciones y ella sale de ahí totalmente distinta a como vino. No
solamente porque se lleva los materiales que fue a buscar y un libro en préstamo
(para los niños) y un escrito en preparación (¿quién recibe hoy de manos de su
autor un escrito en preparación?… Oh fortuna...), sino también… porque se lleva
puesta una campera que no es suya y un paraguas que tampoco es suyo. Se pone la
capucha y no puede dejar de pensar en ese personaje de una película que no vio…
E.T… No sabe si es por el desamparo del que está lejos de su casa o, al
contrario, por la amistad, por el gesto de los amigos que la despiden en medio
del aguacero y el vendaval (qué lindo es que te cuiden). Camina. Enfrenta la
tormenta. Sigue todas las indicaciones. Sube al 63. Se escurre. Se saca la
campera, acomoda las cosas. Se sienta. Abre el libro. Lo retoma en el lugar
exacto donde lo dejó. Eso cree o espera... Pero no ve nada. Busca la línea, busca primero los
anteojos, los encuentra… Sigue sin ver. El 63 está a oscuras. Los vidrios
empañados. Podría haber cambiado de ruta, ir quién sabe hacia dónde. Un señor
se ha sentado a su lado. Sigue intentando leer hasta que de pronto un rayo lo
ilumina todo: “Nada era demasiado pequeño
para ese diálogo, nada demasiado grande”. Luego, un trueno, un ruido
tremendo. Se miran con el señor, pero es él quien lo dice: “¡qué miedo!” Se
echan a reír. Los niños también ríen. Acaba de explotar un globo. Sigue leyendo
y mientras lee, va escribiendo. Apunte en mente: no olvidar la tormenta.
Cándida