domingo, 21 de julio de 2019

No olvidar la tormenta


Sale de casa como lo que es. Una imprudente. Sin campera ni paraguas. Atrasada también porque se entretuvo hablando con L. Sale casi corriendo con un libro en el bolso. Todavía hay sol. Todavía hace calor. Ya en el 63, la gente habla de la tormenta, que se viene, que ya está, y recién entonces se dibuja en su cabeza la imagen de un paraguas… pero el libro la atrapa y además es primavera (o se podría creer… pero es invierno). En algún lugar de su persona asoma la alegría del encuentro, el motivo del viaje, los materiales que va a buscar, los amigos. Vuelve a girar la página y entonces cae sobre una frase. ¿Dónde habrá puesto el lápiz? (Quisiera subrayar esa frase). No hay caso, por más que lo intente, por más que prepare y prepare cartucheras, los lápices se esconden y rara vez están cuando los necesita (ocurre parecido con los paraguas pero en eso, hay que decirlo, no se esmera). Jura fidelidad. Promete no olvidar la frase. La marcará después, porque ahora el chófer dice que hay que bajar y apura el paso. La visita será corta. Por lo de la tormenta que, sin duda, viene en camino. Llega, entra. Marca: piso 10. Los amigos están ahí. Hacia un tiempo que no los visitaba en su casa. Lo que sorprende es la ventana. “¿Perdón? ¿Pero siempre estuvo?” Sí… pero no… La respuesta no es simple ni corta. Es una respuesta con episodios. Y mientras los tres se acomodan alrededor de la mesa, cerca de la ventana… y de las nubes… escucha… la increíble historia de la ventana… y de su modificación irregular pero no ilegal –razón por la cual aquí nadie tiene nombre. Un relato que parece un cuento de Gogol… ¿o será de Allan Poe? Una historia de deseo, de vista al mundo y de envidias. Una historia no escrita que merecería otros desarrollos (lo anota en algún lugar de su mente porque sigue sin saber dónde puso el lápiz). Y de la ventana, la conversación va pasando a otro tema y a otro y a otro. En cada etapa, es llamativo… solo hay seres queridos, muy queridos (con excepción del relato de la ventana y sus vecinos…). De pronto le parece que es justo realizar ciertas irregularidades para que algo en este mundo tenga el tamaño de los sueños que uno tuvo, sigue teniendo, defiende, de las más insólitas maneras… Y mientras esto sucede, se sirve el café, se sirve esa especialidad de nombre desconocido para ella que S. preparó, y también hay mate, y hay palabras, silencios, gestos de preocupación, pesares, risas, sonrisas, todo eso, no junto, sucesivamente… y la hora pasa, y nadie recuerda ya que se viene la tormenta. Y cuando es hora de irse, sale el tema de los libros, de modo que la reunión se prolonga media hora más y cuando de verdad es hora de irse, resulta que afuera no es más primavera. Es invierno. Es de noche. Hace frio. Llueve. ¡No quiere irse! No porque ahora la cosa es segura –la tormenta es una realidad insoslayable– sino porque la conversación ha sido tan... tan... las palabras, al igual que los lápices y los paraguas… etc. que no quisiera tener que moverse, pero sí, no hay remedio. Entonces S. y también C. buscan soluciones y ella sale de ahí totalmente distinta a como vino. No solamente porque se lleva los materiales que fue a buscar y un libro en préstamo (para los niños) y un escrito en preparación (¿quién recibe hoy de manos de su autor un escrito en preparación?… Oh fortuna...), sino también… porque se lleva puesta una campera que no es suya y un paraguas que tampoco es suyo. Se pone la capucha y no puede dejar de pensar en ese personaje de una película que no vio… E.T… No sabe si es por el desamparo del que está lejos de su casa o, al contrario, por la amistad, por el gesto de los amigos que la despiden en medio del aguacero y el vendaval (qué lindo es que te cuiden). Camina. Enfrenta la tormenta. Sigue todas las indicaciones. Sube al 63. Se escurre. Se saca la campera, acomoda las cosas. Se sienta. Abre el libro. Lo retoma en el lugar exacto donde lo dejó. Eso cree o espera... Pero no ve nada. Busca la línea, busca primero los anteojos, los encuentra… Sigue sin ver. El 63 está a oscuras. Los vidrios empañados. Podría haber cambiado de ruta, ir quién sabe hacia dónde. Un señor se ha sentado a su lado. Sigue intentando leer hasta que de pronto un rayo lo ilumina todo: “Nada era demasiado pequeño para ese diálogo, nada demasiado grande”. Luego, un trueno, un ruido tremendo. Se miran con el señor, pero es él quien lo dice: “¡qué miedo!” Se echan a reír. Los niños también ríen. Acaba de explotar un globo. Sigue leyendo y mientras lee, va escribiendo. Apunte en mente: no olvidar la tormenta.

Cándida