sábado, 31 de mayo de 2014
viernes, 30 de mayo de 2014
Un compromiso de amor
Sobre Luis A. Castro
Lucho no caminó hasta los seis años. Se desplazaba sentado en el suelo, porque había nacido con una deformación en su pie derecho, en lo que se conoce como pie bot. Pero lo que no caminaba, lo hablaba. El verbo fue fundamental en su vida. Pero no cualquier verbo, tan rápido como logró desplazarse por la casa apoyado solo en sus posaderas, salían las palabras a borbotones de su boca. Es que su mente iba a una velocidad que lejos de disminuir con los años, fue aumentando. Como no caminaba, leía. Y su mente iba al ritmo de sus lecturas, que luego traducía en palabras. Con los años, las distintas operaciones le pusieron de pie, pero siguió hablando a la misma velocidad.
Cuando empezó a caminar, también
empezó a bailar. Y lo hacía como para hacerle rueda. Amaba bailar casi tanto
como hablar. Era su forma de disfrutar de la vida.
Aunque como herencia de su
infancia de niño limitado en sus movimientos, nunca gustó de los deportes, sí
aprendió a patinar. Y por la calle Euclides de San Miguel, vacía de coches,
como buena calle dormida de los años cincuenta, él se desplazaba libre conmigo
en brazos. Apretada a su cuello, yo sentía que todo el mundo giraba y que
éramos aviones prontos a despegar.
Pero por sobre todo me gustaba
escuchar a Lucho. Sus palabras iban siempre acompañadas de sonrisas, sus bellos
dientes brillaban casi tanto como sus ojos también hermosos, almendrados,
alegres, siempre tan jóvenes, incluso cuando cumplió ochenta años. Me gustaba
escuchar los versos, las anécdotas, las explicaciones, las complicidades.
Lucho convencía de cualquier cosa
con su verbo, pero tuvo algunos grandes
fracasos. El más sonado fue cuando debía conseguir a cualquier precio una
certificación decente para que su hija expulsada por cimarrera, fuera aceptada
en otro Liceo. Pero fue un fracaso glorioso, porque él consiguió diez puntos
positivos en el alma de la hija, contra unas tantas omisiones y ausencias. Su verbo se jugó entero por convencer que
aunque su hija se saltara todas las normas, era la que iba por el buen camino,
porque su ausencia de clases era síntoma de libertad, la necesaria para
desarrollo de su intelecto y felicidad
futura. La Dirección,
implacable, no cedió ni ante su verbo, ni su sonrisa, ni su galantería. El
certificado fue inmostrable y el resultado provocó una levantada de cejas de
nuestra madre, quien contra sus propias
normas, había delegado (avergonzada), tan delicada misión por única vez en este
ex marido, poco fiable para sus estándares, difíciles de alcanzar hay que decirlo.
Pero también tuvo éxitos grandes:
como esa noche de octubre del año 1971, en que preso por extremista!!... (él que
era un honorable socialdemócrata del Partido Socialista), lo vimos salir cerca
de la medianoche, del cuartel Zañartu de investigaciones, como anfitrión que
sale a dejar al invitado, mientras se hacía acompañar por el subprefecto.
Luego, la velada fue inolvidable en nuestra casa de Avenida Matta. El relato de
su interrogatorio, divino. Por ahí deben andar los apuntes que de ese relato
hice en algún momento de añoranzas y recuerdos.
Ni siquiera en Chacabuco se quedó
callado. Cuando lo vi en la sala de la Filarmónica, la sonrisa estaba en receso, su
lengua andaba a una velocidad más moderada, pero su verbo seguía intacto.
Luego, vinieron ocho años de
exilio interno. Otros arrestos, algunas soledades. Pero su relato interminable
y su sonrisa, me hicieron menos pesado el camino.
También vino en los años ochenta
su exilio y luego el mío, las cartas
reemplazaron entonces su voz. Pero tenían su tono y su velocidad, así que más
que leerlas, las escuchaba. Nos vimos en Francia, luego vino una vez a Chile y
dos veces fui yo a verlo a Canadá. Esto, entre sus 58 y 86 años. Fueron
torrentes de palabras. Del año 2011, tengo casi veinte grabaciones. En algunas
de ellas, tengo que decirle que pare, que deje hablar a su mujer!... esto le
provocaba risas, muchas risas. Sabía que era un hablador, uno de los más
desbordantes habladores.
Ayer me dijeron que no quiere
hablar. Tampoco comer. Ni levantarse. Pero ni lo segundo, ni lo tercero, me
hablan tanto de su estado, como el que ya no quiera hablar. Por eso, hoy, yo
heredera de su hablar rápido y mal modulado y de su pasión por dialogar y
también por bailar, que aprendió a patinar en sus brazos, quise verbalizar de
esta manera, porque a él, vanidoso, le
habría gustado escribir sobre sí mismo, incluso en esta etapa. Es mi propia
forma también, de dialogar con este hombre que ha sido mi padre y a quien
pareciera, también en mi mayor fracaso, no lograré cumplir el compromiso de
amor, de tomar su mano y decirle, aquí en Chile: “estamos en paz” y dejarlo
partir.
Luisa Castro Nilo
jueves, 29 de mayo de 2014
Las voces amadas
Se van los amigos después de los fideos
con tuco y el vinito rico, del lemon pie con su cafecito, y de los mates que
ayudan a prolongar la conversa hasta bien entrada la hora de las confesiones.
La casa queda habitada por un susurro de cosas dichas y cosas no dichas,
cuestiones que es preciso hilvanar en comentarios y pareceres antes de que se nos
pierdan entre el barullo de las obligaciones y los apuros cotidianos. Esto
puede suceder mientras lavamos los platos y acomodamos las sillas, o bien a la
mañana siguiente, durante el desayuno, pero hasta que esa charla no se da, la
reunión no ha terminado. Se prolonga adentro de cada uno, como deseamos que
perduren lo bello, lo lindo y lo bueno.
Mientras escribo sobre estos asuntos,
aparece una imagen que ha quedado del lado amable de la vida. Son Thelma y
Louise, libres, locas y lindas, sonriendo para su única foto dichosa. Están a
punto de vivir esos “dos días en la vida (que) nunca vienen nada mal” y que han
quedado en la historia del cine y de quienes nos metimos en el Thunderbird de
Louise, deseando para ellas un final feliz que nunca llegó. Cuando aquí se
estrenó la película, aún no existían los dispositivos de captura y
“viralización” de imágenes que tenemos hoy en día, de modo que a la salida de
la función me afané una foto de esas que antes pegaban en las puertas de los
cines. Se la regalé a mi novia de entonces, pero tiempo después volvió a mis
manos, y es la misma foto que ahora surge en mi pantalla y me hace pensar en esas
dos “chicas” grandes destinadas a no poder dar marcha atrás. Cada paso que dan las
va acercando al barranco, todo las empuja hacia allí, y sólo el amoroso Harvey
Keitel les tiende una mano. Quiere hablar con ellas, les ruega poder conversar
para solucionar el balurdo en el que andan metidas, pero la palabra de un
hombre ya no vale gran cosa para estas mujeres curtidas en desengaños. La
persecución del cierre es desproporcionada, absurda y brutal. Desamparadas y
acorraladas, Thelma y Louise hacen de su debilidad fortaleza y deciden marcharse
para siempre.
Vuelvo a revivir el rosario de
injusticias que ha marcado sus vidas, y retorna la pregunta por el diálogo que
no pudo ser. Regresan las palabras que compartimos durante el día con los
amigos acerca de mantener una buena conversación con quienes queremos, ya sea que
los amemos en la amistad, en el amor de pareja o en los vínculos familiares. La
estrepitosa manera de transitar esta época acelerada, nos encapsula y aísla, y de
un modo u otro todos andamos en busca de la conversación perdida. Porque, más
allá de la genialidad de Fito para trocar cine en música, no ansiamos sólo “dos
días en la vida”. Cuando queremos, queremos, y deseamos ser acompañados por las
voces amadas, en todo el amplio arco de sus risas, sus decires y ocurrencias. Y
que así sea “todos los días de la vida”, porque nacemos de antiguas
conversaciones, y las palabras nos acompañan desde la cuna hasta el sepulcro.
Con palabras nos arrullan, y con palabras nos educan; y luego, conversando, llegan
los amigos, y nos enamoramos conversando, y conversando hacemos los hijos, a
quienes cobijamos entre palabras de bienaventuranza que aprendimos cuando, siendo
niños y a escondidas, escuchábamos las conversaciones de nuestros mayores.
Carlos
Semorile
jueves, 22 de mayo de 2014
Los puros ojos
No recuerdo en qué obra de títeres,
un personaje, admirando un bello paisaje, se decía a sí mismo: “¡cómo me gusta
este lugar!”. Pero eso fue lo que pensé el otro
día cuando, llevando a mi hija a la escuela, pasamos frente a unos afiches que
anunciaban un concierto de Jaime Torres. Un poco más allá había un anuncio
inusual. Se trataba del mismo concierto pero no lo anunciaba un afiche sino un pequeño
mural. El nombre de Jaime Torres estaba escrito a mano (pintado) por un tiempo más
largo a lo que dura un afiche. Hasta el próximo concierto, me imagino, el próximo
anuncio.
En esos mismos días, en otro lugar, otro afiche había aparecido. De un modo distinto, también se trataba de un anuncio inusual. Había sido hecho de manera artesanal por los artistas de La Musaranga para anunciar el ciclo que están realizando junto a Tata Cedrón y otros (muchos) queridos músicos. Esto quiere decir que se podía en ese momento, acá, en este lugar (Buenos Aires, Argentina), escuchar en vivo a dos artistas como son ellos, los anunciados. Los músicos de la pared.
De pronto me sentí con suerte. Muchas veces he tenido la ocasión de ir a escucharlos. Y mi hija también. Pensé (no sin orgullo): “por siempre, podré decir que pertenezco a una generación que escuchó a Tata Cedrón, a Jaime Torres y a cada uno de los músicos que los rodean: en vivo. Nadie me lo contó, no tuve que poner los discos, estuve ahí, cerquita de ellos”. En la sala, claro. Como auditora. Como público. Y al rato me vino uno de esos pensamientos absurdos que más bien preocupan: “¿cómo será no haberlos escuchado nunca en vivo?”. No me gustó ese pensamiento y lo mandé a pasear a otro lado. Me quedé con la sensación primera: “¡cómo me gusta este lugar!” Este país donde todavía los anuncios pueden hacerse a mano. Y donde los músicos, los entrañables músicos, se presentan “en vivo”. Por eso, como se dice en mi patria, hay que “puro” tener ojos para mirar. (Y oídos para escuchar...)
Antonia
miércoles, 7 de mayo de 2014
La cocina
La vida es una suma de tiempo que deja rastro visible en los cacharros de la cocina
Vuelta y vuelta se cocinan los días. Condimento a gusto de esperanza,
sueños, miedos, muertes silenciosas. Cacharros en tensión: en ello
pienso cuando miro la vida del que cuenta historias: cuántas más saldrán
del caldero, cuántas más entrarán en el silencio tiznado de la
historia. Cuánto dura la cocina de la escritura, cuánto tarda en
cocinarse un personaje creíble en una cocina económica que respira con
la leña justa. Un hombre de tinta que muchas veces tarda en tener nombre
y que nace en los recreos del que tiene que ganar la moneda para su
sustento. La idea es sorprender al arte con la mejor caricia. De
caradura este escritor mete mano, toca, ofende, raspa, la pollerita de
los días y noches sin fisuras: revuelve, sin paz, con el pensamiento, en
el papel, con la tinta, con teclas, repitiéndose ideas sobre los
cacharros fundacionales de su cocina. Una batería chamuscada le
resguarda la inventiva, las dudas: a qué inventar, si la mejor
literatura esta en la calle, en las brasas, la leña, en el fuego
inesperado de mi propia cocina. El escritor sabe de la última cena. Sabe
que llegará sin aviso, lenta o rápido serán detalles que solo
importarán a los demás, los que todavía tengan lugar en la mesa, los que
sigan manchando cacharros de cocina. Con el barco escorado habrá que
encarar la última página en blanco, mancharla, dejar constancia del
límite de la sombra en la pared más cercana. Habrá que utilizar una
brasa apagada mientras bajo la económica quedan tres tirantes y el corte
de una rama.
Edgardo Lois
lunes, 5 de mayo de 2014
"Una trigueña que les quite el sueño"
Almuerzo dominguero con dos amigos, y la
charla que primero se demora, luego merodea, y finalmente entra de lleno en el
tema de la dificultad para –una vez separados- volver a armar pareja. Los
tópicos se repiten, al igual que las situaciones y los desencuentros. Además,
electrónica mediante, todo se precipita: con relativa facilidad, dice uno de
ellos, se cree haber obtenido cierta intimidad con una persona hasta hace nada
desconocida, pero con la misma liviandad ese vínculo se diluye, y ese nombre –o
acaso ese rostro, si se produjo el encuentro- vuelve a perderse en la multitud.
Escritas hace más de un siglo y medio, las palabras del filósofo alemán siguen
resultando proféticas: “La época de la burguesía se caracteriza y distingue de
todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por
la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud
y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles del pasado, con todo su
séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas
envejecen antes de echar raíces. Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo
lo sagrado es profanado, y al fin, el hombre se ve forzado, por la fuerza de
las cosas, a contemplar con su mirada fría su vida y sus relaciones con los
demás”. Mi amigo no usó estas frases, pero la idea es la misma: “Todo lo sólido
se desvanece en el aire”.
El problema es que no estamos hechos
para mirar despasionadamente nuestras vidas y las de quienes queremos o
podríamos llegar a amar. Tampoco estamos preparados para la frialdad, de la que
rehuimos y que sólo soportamos cuando no nos queda más remedio. “¿Cómo
podemos imaginar cómo debería ser nuestra vida sin la iluminación que nos
procura la vida de los otros?”, se pregunta uno de los personajes de “Años
luz”, una muy buena novela de James Salter que, anécdotas al margen, indaga en
los modos que toma la vida de pareja ante el trepidar incesante del tiempo. Así
son las cosas, al menos este mediodía en que el encuentro ilumina rincones de
nuestras vidas, recovecos que gustosamente abrimos a la fraternidad que nos
une. Nuestra amistad es esta larga conversación que venimos manteniendo hace
tantos años, una plática que inclusive busca incluir a los amigos que, por una
razón u otra, hoy no están sentados a la mesa. El otro amigo me pregunta qué
pienso de los lances amorosos que nos cuenta y yo, libresco al fin, vuelvo a
Salter y a su idea de que también el amor es una conversación mantenida a lo
largo del tiempo. Es más: si ese diálogo es fluido, “es el pan de la vida
sexual”.
Como dice la canción, “yo quiero
para mis amigos la mejor tierra, un mate calentito
en el invierno, y una trigueña que les quite el sueño”, y entonces despliego
estas ideas “salterianas” que he adoptado como propias. Bajo su luz, volvemos a
discernir los posibles amores que están en danza, los que aún no se han
desvanecido en el aire de este otoño porteño. Y es por ello que, cuando nos
despedimos, siento que algo hemos avanzado, al menos en términos de una tibia
esperanza. Porque aún cuando todo parece estar en contra de que dos personas
comiencen una conversación que les dure toda la vida, y aún cuando nada lo
anuncie, “siempre nos salva un accidente. Una persona a quien jamás
hemos visto”.
Carlos Semorile
jueves, 1 de mayo de 2014
Sobre una forma de morir que es como otra vida
La Justicia reconoció los
restos del compañero Miguel Ángel Bustos, secuestrado de su domicilio en Parque
Chacabuco el 30 de mayo de 1976.
Miguel Ángel Bustos fue un
extraordinario poeta y trabajador de prensa, con una destacada labor en ambos
campos, y una de las tantas víctimas de la dictadura 1976-1983. Trabajó en
Panorama, El Cronista Comercial y otros medios, fue autor de libros como Visión
de los hijos del mal y El Himalaya o la moral de los pájaros y al momento de su
desaparición militaba en el frente de intelectuales que apoyaba al Partido
Revolucionario de los Trabajadores. Está reconocido como uno de los más grandes
poetas de su generación.
VIENTRE PROFETA SIN TIEMPO
Yo no soy de ningún siglo.
Vivo ausente del tiempo. Soy mi
siglo como soy mi sexo y mi delirio.
Soy el siglo liberado de toda
fecha y penumbra.
Pero cuando muera, el profeta que
hay en mí se alzará como un niño sin moral y sin patria. Un niño loco con
lengua de alaridos. Entonces amanecerá en el millón de
Galaxias.
Madres del futuro; cuidado;
cuando muera puedo volver.
Entonces, ay, vientre que me
aguardas, dulcísimo catedral de tinieblas.
de "Visión de los hijos del mal" (1967) /M-A.B
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