Almuerzo dominguero con dos amigos, y la
charla que primero se demora, luego merodea, y finalmente entra de lleno en el
tema de la dificultad para –una vez separados- volver a armar pareja. Los
tópicos se repiten, al igual que las situaciones y los desencuentros. Además,
electrónica mediante, todo se precipita: con relativa facilidad, dice uno de
ellos, se cree haber obtenido cierta intimidad con una persona hasta hace nada
desconocida, pero con la misma liviandad ese vínculo se diluye, y ese nombre –o
acaso ese rostro, si se produjo el encuentro- vuelve a perderse en la multitud.
Escritas hace más de un siglo y medio, las palabras del filósofo alemán siguen
resultando proféticas: “La época de la burguesía se caracteriza y distingue de
todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por
la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud
y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles del pasado, con todo su
séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas
envejecen antes de echar raíces. Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo
lo sagrado es profanado, y al fin, el hombre se ve forzado, por la fuerza de
las cosas, a contemplar con su mirada fría su vida y sus relaciones con los
demás”. Mi amigo no usó estas frases, pero la idea es la misma: “Todo lo sólido
se desvanece en el aire”.
El problema es que no estamos hechos
para mirar despasionadamente nuestras vidas y las de quienes queremos o
podríamos llegar a amar. Tampoco estamos preparados para la frialdad, de la que
rehuimos y que sólo soportamos cuando no nos queda más remedio. “¿Cómo
podemos imaginar cómo debería ser nuestra vida sin la iluminación que nos
procura la vida de los otros?”, se pregunta uno de los personajes de “Años
luz”, una muy buena novela de James Salter que, anécdotas al margen, indaga en
los modos que toma la vida de pareja ante el trepidar incesante del tiempo. Así
son las cosas, al menos este mediodía en que el encuentro ilumina rincones de
nuestras vidas, recovecos que gustosamente abrimos a la fraternidad que nos
une. Nuestra amistad es esta larga conversación que venimos manteniendo hace
tantos años, una plática que inclusive busca incluir a los amigos que, por una
razón u otra, hoy no están sentados a la mesa. El otro amigo me pregunta qué
pienso de los lances amorosos que nos cuenta y yo, libresco al fin, vuelvo a
Salter y a su idea de que también el amor es una conversación mantenida a lo
largo del tiempo. Es más: si ese diálogo es fluido, “es el pan de la vida
sexual”.
Como dice la canción, “yo quiero
para mis amigos la mejor tierra, un mate calentito
en el invierno, y una trigueña que les quite el sueño”, y entonces despliego
estas ideas “salterianas” que he adoptado como propias. Bajo su luz, volvemos a
discernir los posibles amores que están en danza, los que aún no se han
desvanecido en el aire de este otoño porteño. Y es por ello que, cuando nos
despedimos, siento que algo hemos avanzado, al menos en términos de una tibia
esperanza. Porque aún cuando todo parece estar en contra de que dos personas
comiencen una conversación que les dure toda la vida, y aún cuando nada lo
anuncie, “siempre nos salva un accidente. Una persona a quien jamás
hemos visto”.
Carlos Semorile