Vuelta y vuelta se cocinan los días. Condimento a gusto de esperanza,
sueños, miedos, muertes silenciosas. Cacharros en tensión: en ello
pienso cuando miro la vida del que cuenta historias: cuántas más saldrán
del caldero, cuántas más entrarán en el silencio tiznado de la
historia. Cuánto dura la cocina de la escritura, cuánto tarda en
cocinarse un personaje creíble en una cocina económica que respira con
la leña justa. Un hombre de tinta que muchas veces tarda en tener nombre
y que nace en los recreos del que tiene que ganar la moneda para su
sustento. La idea es sorprender al arte con la mejor caricia. De
caradura este escritor mete mano, toca, ofende, raspa, la pollerita de
los días y noches sin fisuras: revuelve, sin paz, con el pensamiento, en
el papel, con la tinta, con teclas, repitiéndose ideas sobre los
cacharros fundacionales de su cocina. Una batería chamuscada le
resguarda la inventiva, las dudas: a qué inventar, si la mejor
literatura esta en la calle, en las brasas, la leña, en el fuego
inesperado de mi propia cocina. El escritor sabe de la última cena. Sabe
que llegará sin aviso, lenta o rápido serán detalles que solo
importarán a los demás, los que todavía tengan lugar en la mesa, los que
sigan manchando cacharros de cocina. Con el barco escorado habrá que
encarar la última página en blanco, mancharla, dejar constancia del
límite de la sombra en la pared más cercana. Habrá que utilizar una
brasa apagada mientras bajo la económica quedan tres tirantes y el corte
de una rama.
Edgardo Lois