Se van los amigos después de los fideos
con tuco y el vinito rico, del lemon pie con su cafecito, y de los mates que
ayudan a prolongar la conversa hasta bien entrada la hora de las confesiones.
La casa queda habitada por un susurro de cosas dichas y cosas no dichas,
cuestiones que es preciso hilvanar en comentarios y pareceres antes de que se nos
pierdan entre el barullo de las obligaciones y los apuros cotidianos. Esto
puede suceder mientras lavamos los platos y acomodamos las sillas, o bien a la
mañana siguiente, durante el desayuno, pero hasta que esa charla no se da, la
reunión no ha terminado. Se prolonga adentro de cada uno, como deseamos que
perduren lo bello, lo lindo y lo bueno.
Mientras escribo sobre estos asuntos,
aparece una imagen que ha quedado del lado amable de la vida. Son Thelma y
Louise, libres, locas y lindas, sonriendo para su única foto dichosa. Están a
punto de vivir esos “dos días en la vida (que) nunca vienen nada mal” y que han
quedado en la historia del cine y de quienes nos metimos en el Thunderbird de
Louise, deseando para ellas un final feliz que nunca llegó. Cuando aquí se
estrenó la película, aún no existían los dispositivos de captura y
“viralización” de imágenes que tenemos hoy en día, de modo que a la salida de
la función me afané una foto de esas que antes pegaban en las puertas de los
cines. Se la regalé a mi novia de entonces, pero tiempo después volvió a mis
manos, y es la misma foto que ahora surge en mi pantalla y me hace pensar en esas
dos “chicas” grandes destinadas a no poder dar marcha atrás. Cada paso que dan las
va acercando al barranco, todo las empuja hacia allí, y sólo el amoroso Harvey
Keitel les tiende una mano. Quiere hablar con ellas, les ruega poder conversar
para solucionar el balurdo en el que andan metidas, pero la palabra de un
hombre ya no vale gran cosa para estas mujeres curtidas en desengaños. La
persecución del cierre es desproporcionada, absurda y brutal. Desamparadas y
acorraladas, Thelma y Louise hacen de su debilidad fortaleza y deciden marcharse
para siempre.
Vuelvo a revivir el rosario de
injusticias que ha marcado sus vidas, y retorna la pregunta por el diálogo que
no pudo ser. Regresan las palabras que compartimos durante el día con los
amigos acerca de mantener una buena conversación con quienes queremos, ya sea que
los amemos en la amistad, en el amor de pareja o en los vínculos familiares. La
estrepitosa manera de transitar esta época acelerada, nos encapsula y aísla, y de
un modo u otro todos andamos en busca de la conversación perdida. Porque, más
allá de la genialidad de Fito para trocar cine en música, no ansiamos sólo “dos
días en la vida”. Cuando queremos, queremos, y deseamos ser acompañados por las
voces amadas, en todo el amplio arco de sus risas, sus decires y ocurrencias. Y
que así sea “todos los días de la vida”, porque nacemos de antiguas
conversaciones, y las palabras nos acompañan desde la cuna hasta el sepulcro.
Con palabras nos arrullan, y con palabras nos educan; y luego, conversando, llegan
los amigos, y nos enamoramos conversando, y conversando hacemos los hijos, a
quienes cobijamos entre palabras de bienaventuranza que aprendimos cuando, siendo
niños y a escondidas, escuchábamos las conversaciones de nuestros mayores.
Carlos
Semorile