jueves, 29 de mayo de 2014

Las voces amadas



Se van los amigos después de los fideos con tuco y el vinito rico, del lemon pie con su cafecito, y de los mates que ayudan a prolongar la conversa hasta bien entrada la hora de las confesiones. La casa queda habitada por un susurro de cosas dichas y cosas no dichas, cuestiones que es preciso hilvanar en comentarios y pareceres antes de que se nos pierdan entre el barullo de las obligaciones y los apuros cotidianos. Esto puede suceder mientras lavamos los platos y acomodamos las sillas, o bien a la mañana siguiente, durante el desayuno, pero hasta que esa charla no se da, la reunión no ha terminado. Se prolonga adentro de cada uno, como deseamos que perduren lo bello, lo lindo y lo bueno.

Mientras escribo sobre estos asuntos, aparece una imagen que ha quedado del lado amable de la vida. Son Thelma y Louise, libres, locas y lindas, sonriendo para su única foto dichosa. Están a punto de vivir esos “dos días en la vida (que) nunca vienen nada mal” y que han quedado en la historia del cine y de quienes nos metimos en el Thunderbird de Louise, deseando para ellas un final feliz que nunca llegó. Cuando aquí se estrenó la película, aún no existían los dispositivos de captura y “viralización” de imágenes que tenemos hoy en día, de modo que a la salida de la función me afané una foto de esas que antes pegaban en las puertas de los cines. Se la regalé a mi novia de entonces, pero tiempo después volvió a mis manos, y es la misma foto que ahora surge en mi pantalla y me hace pensar en esas dos “chicas” grandes destinadas a no poder dar marcha atrás. Cada paso que dan las va acercando al barranco, todo las empuja hacia allí, y sólo el amoroso Harvey Keitel les tiende una mano. Quiere hablar con ellas, les ruega poder conversar para solucionar el balurdo en el que andan metidas, pero la palabra de un hombre ya no vale gran cosa para estas mujeres curtidas en desengaños. La persecución del cierre es desproporcionada, absurda y brutal. Desamparadas y acorraladas, Thelma y Louise hacen de su debilidad fortaleza y deciden marcharse para siempre.

Vuelvo a revivir el rosario de injusticias que ha marcado sus vidas, y retorna la pregunta por el diálogo que no pudo ser. Regresan las palabras que compartimos durante el día con los amigos acerca de mantener una buena conversación con quienes queremos, ya sea que los amemos en la amistad, en el amor de pareja o en los vínculos familiares. La estrepitosa manera de transitar esta época acelerada, nos encapsula y aísla, y de un modo u otro todos andamos en busca de la conversación perdida. Porque, más allá de la genialidad de Fito para trocar cine en música, no ansiamos sólo “dos días en la vida”. Cuando queremos, queremos, y deseamos ser acompañados por las voces amadas, en todo el amplio arco de sus risas, sus decires y ocurrencias. Y que así sea “todos los días de la vida”, porque nacemos de antiguas conversaciones, y las palabras nos acompañan desde la cuna hasta el sepulcro. Con palabras nos arrullan, y con palabras nos educan; y luego, conversando, llegan los amigos, y nos enamoramos conversando, y conversando hacemos los hijos, a quienes cobijamos entre palabras de bienaventuranza que aprendimos cuando, siendo niños y a escondidas, escuchábamos las conversaciones de nuestros mayores.                                                                                                                                               

 Carlos Semorile