jueves, 17 de septiembre de 2015

Un pudor



 Primero fueron las cartas, sí. Extensas y tupidas como tuvieron que serlo las de quienes escribimos para salvar los escollos físicos del exilio, para llevar una parte del territorio a quienes habían sido privados de sus dones. Obviemos las esquelas “colimberas”, lastimosas siempre pese a los intentos de mostrarnos enteros en la adversidad. Luego vinieron, claro, las cartas de amor pero…, ¿no lo son todas acaso? Eso afirmaba –¿y afirma todavía hoy?- un querido vikingo amigo mío, sanmartiniano para más datos, el incorregible Michael Doull, redactor de cartas memorables. Hasta que un día volví a terapia, y enfrente estaba la más heterodoxa y bella psicoanalista de esta parte del mundo.

Diana advirtió enseguida el esfuerzo que me llevaría vencer algunos pudores y contarle, cara a cara, algunas cosas. Unas cuantas cosas. Y entonces me propuso que se las escribiese en el entremedio de una sesión a la siguiente. Podía funcionar o no, eso se vería cuando volviese a la consulta luego de mi primer misiva. Y funcionó. Maravillosamente. Y entonces adoptamos “el método”. De modo que salía de terapia, llega a casa y me ponía a escribir como un poseído y, al cabo de un día o dos de fatigar las teclas, ensobraba mis confesiones, agarraba la bici y pedaleaba hasta dejarle mis cartas en su consultorio. Y subía la cuesta alivianado y feliz hasta el próximo encuentro.

Muy pronto, Diana demostró ser una lectora profunda y muy exigente. Mis “cartitas” adolecían de muchas cosas. Por lo pronto, daba por hecho un conocimiento de los sucesos que ni ella -ni nadie fuera de mí mismo- tenía por qué saber. Tuve que empezar a escribir para un público de una sola persona, pero tenía que dejar de dar pasos en falso para saber hacerme entender. Comprendí que escribía por necesidad pero que no escribía para mí. Diana era todas las lectoras y lectores porque era la única, pero también porque en ella se condensaban casi todas las lecturas posibles y necesarias. Tras muchos años de divanes, encontraba juntas la inteligencia y la sensibilidad.

Enseguida Diana me planteó un nuevo desafío. Si lo aceptaba –¡pero qué difícil era negarse a los “lanzamientos” que ella proponía!-, debía sentarme a escribir mi biografía. Pero no me pedía nada más pusiese en orden de aparición las escenas de mis atribulados días, sino que pretendía que hiciese lo que en algunas tradiciones espirituales se llama una “recapitulación”, esto es, una nueva mirada sobre los mismos cuentos que uno se cuenta siempre. Fue mi primer trabajo de “largo aliento” durante casi diez semanas y, efectivamente, me colocó en otro lugar. Y aunque hoy piense que siempre llega el momento en que la vida te pone a “recapitular”, todavía me asombra ese raro “escrito”.

Claro que no todo estaba, ni muchos menos, en la redacción de aquellas cartas a las que pronto siguieron los diarios y los apuntes sueltos que daban cuenta de los continuos “saltos al hallazgo” que me proponía Diana. Pero sí aprendí que las vivencias se completaban con la escritura, y que escribir es un benévolo modo de recapitular lo imaginado, lo realmente sucedido y lo que hubiese podido acontecer. Allí se destilaba la esencia inasible de las cosas, y empezaba a ser propio lo que hubiese quedado “extrañado”, ajeno o vacío. Es  cierto que aquello no fue el fin del pudor. Pero me permitió escribirlo.

Carlos Semorile

martes, 15 de septiembre de 2015

"Esta es la desagradable verdad" dice Artl, en los años 30 y sigue así



“Aquí no se piensa bien de nadie, pero se opina regularmente de todos.
No hay crítica, no hay espíritu nacional de literatura, no hay un fin social o artístico determinado, no hay nada.
Se escribe por escribir; unos para darse bombos mutuos: los ricos; otros para ganarse un premio municipal: los pobres.
La gente no tiene nada que decir, o si tiene algo, salvo esa media docena de prosistas, no lo sabe escribir”.

Roberto Arlt
(Por qué no se vende el libro argentino/Aguafuerte)

lunes, 14 de septiembre de 2015

La carente fraternidad de “la hija única”



 No ha ser de fácil ser hijo único. Al menos eso afirman quienes lo son, lo han sido y lo serán, al menos en el terreno sanguíneo o de la crianza: dicen que no les resultó sencillo crecer sin hermanos –en el sentido estricto del término, y que esa “ausencia” deja secuelas. Sabido es además que el psicoanálisis les ha dedicado algunos textos y reflexiones que, en nuestras ciudades cosmopolitas, se citan casi como si se si hubiesen leído. No es mi caso. Ninguno es mi caso: ni soy hijo único, ni padecí ese vacío del par, ni he leído esos textos. Pero sí tuve una hermana que fue criada como “hija única”, que se vino grande afirmándose en esa falsa ausencia, y que padece sus secuelas.

Las derivaciones del “síndrome de hija única” (en Dublín y en Buenos Aires se pueden escribir cosas así) son peores que las consecuencias que afrontan las hijas únicas genuinas. Si estas últimas desconocen lo que significa la lucha por el lugar pues, por el lado amable, nacen instaladas en el sitial del mimo, las primeras añoran aquello que nunca jamás sucedió. Y lo que el destino no supo, no pudo o no quiso, se empeñan en lograrlo por la vía del desplazamiento o, en casos extremos, de la negación. No se enteran que uno o más hermanos varones le evitan el trago amargo de estar bajo la observancia continua de unos ojos que, aún desde el cariño más tierno, pueden ponerse densos.

No sé cómo se manifiesta –si es que existe el “síndrome de hijo único”, el del nacido y criado con una o varias hermanas a la/s que decide ignorar como tal/es. Pero la ilusoria hija única es una predadora de espacios y de vínculos, por lo cual la fraternidad se aplana bajo un torbellino de disputas inconducentes e infructuosas. Son vanos sus intentos para ser lo que ya es y alcanzar lo que nunca será. ¿Los padres no lo ven? El daño, digo. Esa niña, elevada a una apócrifa situación principesca, desconoce hasta su sombra, tan iluminada anda por los faroles de un amor mal encaminado. La malcrianza hace estragos que luego –siempre son luego, y los padres ya no están- son tamaño catástrofe.

Mientras, y todavía, la hermandad carente golpea a los hermanos. La fingida hija única considera que tiene derecho al pataleo por asistencias no recibidas, amparos que rechazó prolijamente y, de nuevo, un sitial que sólo pudieron –pero en conciencia no debieron– darle sus padres. A los hermanos (uno, o más de uno)  les queda el consuelo de haber dado la voz de alerta. Pero no por anunciado el drama deja de convertirse en tragedia. El fantasma de la unicidad persigue a la gótica hija única, que levanta catedrales a su esfinge y ahora, a falta de padres y hermanos, pide que la adoren sus hijos. Visto de lejos, es un sainete de barrio. Y ya sabemos que, de cerca, nadie es normal.

¿Pretenden estas líneas agotar el tema? No: aspiran a inaugurarlo. ¿Cuáles son las experiencias fraternales posibles cuando el carente sol de la hija única declina por el agobio de sus excesos? ¿De quiénes somos hermanos y por qué? ¿Con cuántos, cuántas veces? ¿Y cómo es tener hermanos de verdad?

Neil Collins