Primero fueron las cartas,
sí. Extensas y tupidas como tuvieron que serlo las de quienes escribimos para
salvar los escollos físicos del exilio, para llevar una parte del territorio a
quienes habían sido privados de sus dones. Obviemos las esquelas “colimberas”,
lastimosas siempre pese a los intentos de mostrarnos enteros en la adversidad. Luego
vinieron, claro, las cartas de amor pero…, ¿no lo son todas acaso? Eso afirmaba
–¿y afirma todavía hoy?- un querido vikingo amigo mío, sanmartiniano para más
datos, el incorregible Michael Doull, redactor de cartas memorables. Hasta que
un día volví a terapia, y enfrente estaba la más heterodoxa y bella
psicoanalista de esta parte del mundo.
Diana advirtió enseguida el
esfuerzo que me llevaría vencer algunos pudores y contarle, cara a cara,
algunas cosas. Unas cuantas cosas. Y entonces me propuso que se las escribiese
en el entremedio de una sesión a la siguiente. Podía funcionar o no, eso se
vería cuando volviese a la consulta luego de mi primer misiva. Y funcionó.
Maravillosamente. Y entonces adoptamos “el método”. De modo que salía de
terapia, llega a casa y me ponía a escribir como un poseído y, al cabo de un
día o dos de fatigar las teclas, ensobraba mis confesiones, agarraba la bici y
pedaleaba hasta dejarle mis cartas en su consultorio. Y subía la cuesta
alivianado y feliz hasta el próximo encuentro.
Muy pronto, Diana demostró
ser una lectora profunda y muy exigente. Mis “cartitas” adolecían de muchas
cosas. Por lo pronto, daba por hecho un conocimiento de los sucesos que ni ella
-ni nadie fuera de mí mismo- tenía por qué saber. Tuve que empezar a escribir
para un público de una sola persona, pero tenía que dejar de dar pasos en falso
para saber hacerme entender. Comprendí que escribía por necesidad pero que no
escribía para mí. Diana era todas las lectoras y lectores porque era la única,
pero también porque en ella se condensaban casi todas las lecturas posibles y
necesarias. Tras muchos años de divanes, encontraba juntas la inteligencia y la
sensibilidad.
Enseguida Diana me planteó
un nuevo desafío. Si lo aceptaba –¡pero qué difícil era negarse a los
“lanzamientos” que ella proponía!-, debía sentarme a escribir mi biografía.
Pero no me pedía nada más pusiese en orden de aparición las escenas de mis atribulados
días, sino que pretendía que hiciese lo que en algunas tradiciones espirituales
se llama una “recapitulación”, esto es, una nueva mirada sobre los mismos
cuentos que uno se cuenta siempre. Fue mi primer trabajo de “largo aliento”
durante casi diez semanas y, efectivamente, me colocó en otro lugar. Y aunque
hoy piense que siempre llega el momento en que la vida te pone a “recapitular”,
todavía me asombra ese raro “escrito”.
Claro que no todo estaba,
ni muchos menos, en la redacción de aquellas cartas a las que pronto siguieron
los diarios y los apuntes sueltos que daban cuenta de los continuos “saltos al
hallazgo” que me proponía Diana. Pero sí aprendí que las vivencias se
completaban con la escritura, y que escribir es un benévolo modo de recapitular
lo imaginado, lo realmente sucedido y lo que hubiese podido acontecer. Allí se
destilaba la esencia inasible de las cosas, y empezaba a ser propio lo que
hubiese quedado “extrañado”, ajeno o vacío. Es
cierto que aquello no fue el fin del pudor. Pero me permitió escribirlo.
Carlos Semorile