No ha ser de fácil ser hijo
único. Al menos eso afirman quienes lo son, lo han sido y lo serán, al menos en
el terreno sanguíneo o de la crianza: dicen que no les resultó sencillo crecer
sin hermanos –en el sentido estricto del término–, y que esa “ausencia” deja
secuelas. Sabido es además que el psicoanálisis les ha dedicado algunos textos
y reflexiones que, en nuestras ciudades cosmopolitas, se citan casi como si se
si hubiesen leído. No es mi caso. Ninguno es mi caso: ni soy hijo único, ni
padecí ese vacío del par, ni he leído esos textos. Pero sí tuve una hermana que
fue criada como “hija única”, que se vino grande afirmándose en esa falsa
ausencia, y que padece sus secuelas.
Las derivaciones del
“síndrome de hija única” (en Dublín y en Buenos Aires se pueden escribir cosas
así) son peores que las consecuencias que afrontan las hijas únicas genuinas.
Si estas últimas desconocen lo que significa la lucha por el lugar pues, por el
lado amable, nacen instaladas en el sitial del mimo, las primeras añoran aquello
que nunca jamás sucedió. Y lo que el destino no supo, no pudo o no quiso, se
empeñan en lograrlo por la vía del desplazamiento o, en casos extremos, de la
negación. No se enteran que uno o más hermanos varones le evitan el trago
amargo de estar bajo la observancia continua de unos ojos que, aún desde el cariño
más tierno, pueden ponerse densos.
No sé cómo se manifiesta –si
es que existe– el “síndrome de hijo único”, el del nacido y criado con una o
varias hermanas a la/s que decide ignorar como tal/es. Pero la ilusoria hija
única es una predadora de espacios y de vínculos, por lo cual la fraternidad se
aplana bajo un torbellino de disputas inconducentes e infructuosas. Son vanos
sus intentos para ser lo que ya es y alcanzar lo que nunca será. ¿Los padres no
lo ven? El daño, digo. Esa niña, elevada a una apócrifa situación principesca,
desconoce hasta su sombra, tan iluminada anda por los faroles de un amor mal
encaminado. La malcrianza hace estragos que luego –siempre son luego, y los
padres ya no están- son tamaño catástrofe.
Mientras, y todavía, la
hermandad carente golpea a los hermanos. La fingida hija única considera que
tiene derecho al pataleo por asistencias no recibidas, amparos que rechazó
prolijamente y, de nuevo, un sitial que sólo pudieron –pero en conciencia no
debieron– darle sus padres. A los hermanos (uno, o más de uno) les queda el consuelo de haber dado la voz de
alerta. Pero no por anunciado el drama deja de convertirse en tragedia. El fantasma
de la unicidad persigue a la gótica hija única, que levanta catedrales a su
esfinge y ahora, a falta de padres y hermanos, pide que la adoren sus hijos.
Visto de lejos, es un sainete de barrio. Y ya sabemos que, de cerca, nadie es
normal.
¿Pretenden estas líneas
agotar el tema? No: aspiran a inaugurarlo. ¿Cuáles son las experiencias
fraternales posibles cuando el carente sol de la hija única declina por el
agobio de sus excesos? ¿De quiénes somos hermanos y por qué? ¿Con cuántos,
cuántas veces? ¿Y cómo es tener hermanos de verdad?
Neil Collins