La conmemoración
de un año más del asesinato de García Lorca me hizo recordar a mi padre. No sé
por qué este año especialmente, ya que la obra de García Lorca siempre ha sido
algo muy simbólico para mí, pues envuelve las grandes pasiones que mi padre
tenía: la libertad, la literatura y España.
Mi padre había
sido un aventurero. En el sentido romántico de la palabra. Tal vez porque él
era más cercano al siglo XIX que al XXI. Y pienso que mi fijación con Corto
Maltés (a quien el autor hace coincidentemente desaparecer durante la Guerra
Civil española) tiene mucho que ver con una suerte de extrapolación que hago del
marinero ficticio a ese hombre real que fue el primer gran amor de mi vida. En
su itinerante trayectoria de maestro, fue profesor de castellano en la Escuela
Militar de Santiago, en la Academia Diplomática de Pekín, catedrático en
literatura española en Francia y en Chile. También participó en los programas
de alfabetización en Cuba luego de la Revolución. Hizo clases particulares de
piano y durante su época de estudiante en Madrid, se ganaba sus pesetas
vendiendo reproducciones de cuadros de Velásquez que él pintaba. Escribió tres
novelas, muchos artículos y críticas literarias y compuso un himno universitario.
Tuvo un sueño
frustrado: España. Si alguna vez anheló algo concreto y estable, fue haber
podido quedarse por siempre en ese país donde –sólo supongo- pasó sus mejores momentos
mientras cursaba un doctorado dedicado a la obra de Pío Baroja. Intentó obtener
un puesto de profesor allá. Aunque cumplía con todos las exigencias académicas,
las respuestas eran siempre tan negativas como evasivas. Hasta que alguien,
quizás por compasión, le explicó que era muy difícil que una universidad ibérica
fuera a interesarse por un latinoamericano para enseñar literatura española a
los propios españoles. Y le sugirió mejor dedicarse a los hispanoamericanos,
que estaba tan de moda en ese entonces. Pero ninguna oferta podría haberlo
tentado a renunciar a las recopilaciones de Menéndez Pidal, a Pérez Galdós, a
Cervantes.
Durante su
posterior estadía en Europa, tuvo sin embargo que estudiar autores más cercanos. Le pedían
charlas sobre nuestros escritores. Cumplió. En algunos casos, con mucha
devoción. Tenía una inmensa admiración por Gabriela Mistral, también por María
Luisa Bombal. Un especial afecto por Pablo de Rokha a quien había conocido en
China. Pero en la mayoría de los casos, no pasó a ser más que una tarea. Nunca
le creyó del todo al Boom. Nunca se conmovió con ese estilo. No compartía su
énfasis en el uso experimental que hacía de la narración ni ese afán de buscar
impresionar con recursos novedosos. Mi padre tenía más similitud con los pensadores
griegos: sencillo, contemplativo, amante de la naturaleza y del silencio, de
las ideas universales contadas en un lenguaje simple, pero con oratoria
impecable.
No tenía apegos
materiales. Por eso quedé totalmente conmocionada un día que, hojeando un libro
de Baroja que le había pertenecido, encontré entre medio un tiraje de cuatro
fotografías mías con él sacadas en un fotomatón. No debo haber tenido más de
cinco años y aparecíamos ahí abrazados, felices. Más allá de la perturbación
que me provocó esa aparición inesperada, me dejó estupefacta pensar que a ese
hombre, tan indiferente al mundo terrenal, en algún momento se le hubiera
ocurrido hacer tal trámite fotográfico, hubiera luego querido atesorar una imagen
tan cotidiana y la hubiera guardado. Pero no en cualquier lugar. La había conservado
–quizás, probablemente, de manera inconsciente- en medio de uno de sus libros
favoritos, entre las líneas de su escritor favorito. De ese hombre al cual le
había dedicado centenares de clases, decenas de artículos y dos doctorados, en
suma, una vida entera.
A casi 20 años
de su muerte, aún suelo recibir alguna correspondencia de alguien que me
cuenta: “me acordé de tu papi el otro día”. Me parece sorprendente que haya
personas que todavía necesitan declarar el enorme cariño que le tenían. Y me resulta
asombroso que hoy, cuando las personas se esmeran en ser protagonistas, en estampar su identidad e individualidad con
todos los recursos postmodernos, este hombre, que durante sus últimos años no
salía de su casa más que para hacer sus clases, que tenía como única vida
social quedarse sentado en el comedor esperando que lo visitaran estudiantes,
colegas, amigos y que nunca tuvo computador, pero que se le ocurrió contratar
tv cable cuando se enteró que había un canal que transmitía solo programas
sobre animales, haya dejado una huella tan grande con su paso anónimo en la
Historia.
Con él compartí
infinitos momentos de música, de lectura, de caminatas con reflexiones y pláticas
inolvidables. Respondía con solicitud a mis interminables preguntas y opiniones
de niña. En una ocasión, sentencié con mucha certeza que no me gustaban los artistas
modernos porque me parecían extraños. Respondió: “es que eres muy chiquitita
todavía. Te basta Mozart o Renoir. Pero cuando seas más grande, cuando tengas
veinte, treinta, cuarenta años, te vas a dar cuenta que no son suficiente. Y necesitarás
cosas nuevas. Y ahí, los compositores y los pintores contemporáneos te van a
gustar”.
En las casi dos
décadas que llevo sin él, me ha hecho falta en innumerables ocasiones. Quisiera
haber podido comentarle tantas impresiones. De mi viaje a Cuba, a Jamaica, a
Japón. Haberle contado que estuve en Tánger. Quisiera haber compartido con él
mi satisfacción al leer al tremendo crítico Harold Bloom declarar que el realismo
mágico había sido un disparate y que si bien había ayudado a América Latina a
tener audiencia, no había sido bueno. Quisiera que hubiera conocido el Museo de
la Memoria para que viera cómo quedaron retratados el rostro de sus alumnos
fusilados. Y desearía haber podido decirle que tenía razón: ahora sí me gusta
Prokofiev, y Debussy, y Kandinsky.
Hace un par de
años viajé a España por vacaciones. Me senté al atardecer a tomar una sangría
en la Plaza Mayor. Y me sobrevino la idea que quizás unos 60 años atrás, él
había estado en ese mismo lugar, mirando los mismos balcones y abrigando el
mismo deseo que ese instante se detuviera y que la vida continuara como un perpetuo
recorrido por plazas, librerías, museos y anticuarios. Y es la única vez que he
sentido que me ocurría algo que no me hacía falta haber podido contarle. Porque
eso que me estaba sucediendo, él lo había descubierto mucho antes de mi
existencia. Y porque mediante una conjugación divina del tiempo con el espacio,
estábamos juntos compartiendo esa copa, como si nos encontráramos reunidos en
una viñeta de Hugo Pratt y que en cualquier minuto podría aparecer García Lorca
a sentarse a nuestra mesa en ese momento sosegado, en que ya no dolía nada, no apremiaba
nada, pues ya caía la tarde con sus tertulias sublimes en un año inexistente, en
una escena inexistente, en una paz inexistente.
Valeria Matus