jueves, 31 de marzo de 2016

La distinción




 Cuando a mediados de 1971 la compañera Moni tuvo que exiliarse en Chile, comenzó a llamarse Amelia. Con muchas dificultades, la camarada Amelia logró instalarse en una piecita que compartía primero con su madre, y más adelante también con su hermana y su sobrina. Duros comienzos aquellos, saliendo adelante a los ponchazos, y a golpes de intuición y raptos de audacia. Esa cosa loca, por ejemplo, de llamarse Amelia y de aparentar ser una muchacha de “la alta” que vestía botas de gamuza, unos shorcitos a la moda, una blusa naranja y, completando el cuadro, un bellísimo tapado de brocado de corte inglés, con sus arabescos característicos y algunos detalles en piel.

Todavía se discute si aquel abrigo la singularizaba en demasía cuando debía pasar inadvertida, o si la distinguía para su bien y el de sus tareas. Lo cierto es que cuando Fidel pasó por Santiago, Amelia se mezcló entre la muchedumbre y sostuvo una pancarta que le alcanzaron y que pedía tierra y vivienda. Y así quedó registrada en un mural de la Universidad Tecnológica del Estado, que de seguro se hizo a partir de una foto: allí aparecía Amelia, bien visible con sus rulos rojos y su tapado de brocado que estaba en boca de casi todos. “Había algo de envidia también”, reflexiona hoy Moni. “Pero era joven y por ende, flaca y bonita y no me iba a privar de vestirme así. Ya vendrían los años a quitarme todo eso”. No hubo tiempo siquiera porque el tapado, ¡ay!, quedó olvidado en un taxi, y el muro fue borrado por los genocidas. No importa: nos queda la leyenda de la colorada Amelia y su espléndido tapado de brocato.



Carlos Semorile

martes, 29 de marzo de 2016

Nuestras fraternidades

"En medio de este panorama complejo, que a veces nos parece tan cerrado, el Nunca Más, viene también a decirnos que es posible. Que ese otro mundo posible, ese que soñamos, también está entre nosotros. Aunque no salga en la televisión. Está en nuestras fraternidades. En el poder de lo pequeño".

 Ana Cacopardo

viernes, 25 de marzo de 2016

Las flores de Diana



Todas las alumnas estaban enamoradas de Diana… y yo también. Claro que aún no era una alumna –ni lo llegaría a ser–, sino un privilegiado asistente de su Seminario “Maternidad Hoy”. La sala se abarrotaba, y por eso los sábados hacíamos el esfuerzo del madrugonazo para procurarnos un par de lugares piolas desde donde poder grabar las clases. En ese entonces parecía que la bella casa de la calle Aguilar iba a ser la sede definitiva de Natal, y sin embargo todos la disfrutamos como lo que en realidad fue: el transitorio cobijo de un proceso de aprendizaje formidable en torno al embarazo y la maternidad, pero también respecto de los vínculos y la familia, la pareja y el amor, la sexualidad y sus ciclos. La mayoría de las veces yo era el único varón (aunque a veces se sumaba el amigo Gabriel Rosa), y eso hacía que las chicas me tratasen muy amorosamente pero con un dejo de extrañamiento: ¿qué hacía un hombre ahí?

Podría responder racionalmente (acompañaba a mi pareja, aprendía como un enano austro-húngaro recién llegado a los tristes trópicos, preparaba un ensayo sobre el tema), pero lo cierto es que había sido convocado por Diana y esa era una razón más que suficiente. En el pasado, ninguno de mis terapeutas había logrado que me sumergiese en experiencias tan insólitas como enriquecedoras…, qué digo!, ni me lo propusieron siquiera. Con Diana, en cambio, no existía ese cristal invisible que protege al terapeuta de contagiarse con las locuras de sus pacientes. Al contrario, ella siempre parecía más loca que nosotros, menos temerosa, más osada. Nunca antes una psicóloga se había jugado tanto en su decir (miento… un tal Aranda una vez me dijo: “Esa mina no te quiere”; pero esa es otra historia), y a veces ella misma se ponía como ejemplo de lo que no había que hacer o de lo que sí valía la pena intentar.

Sus ejemplos eran por demás didácticos, y por lo general no necesitaban de ningún “lacanismo” adicional. Recuerdo la vez que me habló de su paciente de 75 años que había decidido separarse porque así le quedaran cinco, diez o veinte años por delante, no pensaba dilapidarlos en una relación agotada. O cuando me contaba de sus años hippies, alborotando con sus vestidos hindúes, sus mostacillas y sus amigos barbados la casa de su señor padre, juez federal de la Nación. O aquella deliciosa anécdota suya del día que estaba apurada por llegar al centro y se tomó un taxi en la esquina del consultorio. Apenas se subió al vehículo, el tachero comenzó con la clásica cantaleta de todas las desgracias urbanas habidas y por haber. Como suele suceder en estos casos, el tipo ni se tomó la molestia de registrar si a su ocasional pasajera le interesaba mínimamente el consabido rosario del malestar aurinegro.

Podría haber sido un viaje como tantos otros que se dan bajo las mismas condiciones en la gran urbe, pero Diana no se lo iba a bancar ni ahí, así que le dijo al chofer: “Mire, ¿sabe qué? Tal vez usted tiene sus motivos para sentir que la realidad lo oprime, pero yo no soy su tacho de la basura, así que por favor déjeme en esta esquina”. Pagó, se bajó y comenzó a caminar con la idea de airearse. Lo que no esperaba para nada es que, unas cuadras más adelante, el taxista la interceptara con un ramo de flores en la mano y estas palabras de reconocimiento: “Gracias, me acaba de dar un gran lección”. Ahora no logro recordar a santo de qué me contó su encuentro con el taxista arrepentido, pero sí sé que le debo Diana unos cuantos ramos de flores.

Carlos Semorile
 

jueves, 24 de marzo de 2016

Como un recorte de la historia

Obra que a cuento de nada (¿a cuento de nada?) realizó A.C. en el día de hoy y que según indagamos representa exactamente lo que ustedes se imaginan:

Ellos y nosotros - trabajo de niña de 10 años / 24 de marzo 1976-2016

martes, 22 de marzo de 2016

Antípodas



Escribe el Profesor un texto. Lo escribe como él dice desde el país que le tocó hacia el país que le correspondía. Aunque precisa algunos destinatarios posibles. Nosotros, destinatario plural, sabemos que somos muchos más.

***
 
A​ntípoda,
palabra que viene del griego.
Seguro.

Como seguro es que
donde tengo fuertes afectos
es en las antípodas de donde habito,
afectos construidos antes de que lo fuesen
y que por aquello de los encuentros
terminan manifestándose, como se manifestaron
hace un tiempo, recibiendo un llamado de uno de mis
afectos, Don Tiburcio, alias Alejandro, que es
parte de un afecto más numeroso, de apelativo
La Musaranga, y que me hablaba desde las antípodas,
las suyas, donde tiene su abrigo el afecto Tata,
que en ese momento amasaba pizzas parece,
seguramente por cuestiones afectivas, si no, no amasa.

Don Tiburcio en las antípodas, por asuntos de ediciones,
no tiene problema en hablarme porque si bien está en las antípodas, éstas perdieron su charme melan​c​ólico de otrora –la distancia– que se medía en lo que tardaba en llegar ​una carta de antípoda a antípoda.

Hoy, la tecnología hace que un E-mail tarde unos segundos en ser leído de antípoda a antípoda, y el teléfono igualmente, con la diferencia actual de pagar por ello un precio irrisorio.

Lo que no es para nada irrisorio es estar en una de las antípodas y casi todos los afectos en la otra, ya que quizás sea verdad lo que cantan Los Panchos, “Dicen que la distancia es el olvido...” aunque uno piense como también cantan Los Panchos, “pero yo no concibo esa razón...”

Porque el que está solo en una de las antípodas, y que como si fuera poco no es la suya, va de suyo que difícilmente olvide sus afectos, porque precisamente, en antípoda y solo, si olvida es que está amnésico o sea es inimputable, en cambio el grupo, mesmo si lo quiere, lo aprecia, lo extraña al que está solo,
primo​: ​ que está en su antípoda,
docio​:​ está en banda y afectuosa,
tercio​:​ tienen qué​ hacer, pueden inventar, tiene​n​ a quién dirigirse, tienen problemas a resolver, precisamente porque es
un grupo. ​Es evidente que no pueden –ni deben– andar perdiendo tiempo o distrayéndose de los problemas que hay que resolver a diario, individuales y/o colectivos. 

El solo y de esta antípoda, bueno, tiene como todo mortal, sus problemas, de mayor o menor ​importancia​. A veces siente un cierto desamparo porque alguno de sus problemas los son de verdad, no en su piel o en su orgullo sino en la souffrance de otros afectos, filiales estos, y que causa el dicho desamparo.

Desamparo, no tener amparo. El que dan los afectos de la otra antípoda, resumidos en charlas, o menos, una mirada, una mano que aprieta un antebrazo u hombro. Un abrazo, tan necesario a veces. 

De antípoda a antípoda, sólo es posible la palabra escrita o hablada, y no es poco, qué va. Si no, sería la desolación, y aunque uno puede con justa razón y verdad, jactarse o alardear o presumir de su coraza o cuero duro, hay que saber que eso supone poder aguantar el dolor. Pero no evitarlo. Pero no evitarlo. Eso estaría en las antípodas de lo que es posible...

El Profe