Cuando a mediados de 1971
la compañera Moni tuvo que exiliarse en Chile, comenzó a llamarse Amelia. Con
muchas dificultades, la camarada Amelia logró instalarse en una piecita que
compartía primero con su madre, y más adelante también con su hermana y su
sobrina. Duros comienzos aquellos, saliendo adelante a los ponchazos, y a
golpes de intuición y raptos de audacia. Esa cosa loca, por ejemplo, de
llamarse Amelia y de aparentar ser una muchacha de “la alta” que vestía botas
de gamuza, unos shorcitos a la moda, una blusa naranja y, completando el
cuadro, un bellísimo tapado de brocado de corte inglés, con sus arabescos
característicos y algunos detalles en piel.
Todavía se discute si aquel
abrigo la singularizaba en demasía –cuando debía pasar inadvertida–, o si la
distinguía para su bien y el de sus tareas. Lo cierto es que cuando Fidel pasó
por Santiago, Amelia se mezcló entre la muchedumbre y sostuvo una pancarta que
le alcanzaron y que pedía tierra y vivienda. Y así quedó registrada en un mural
de la Universidad Tecnológica del Estado, que de seguro se hizo a partir de una
foto: allí aparecía Amelia, bien visible con sus rulos rojos y su tapado de
brocado que estaba en boca de casi todos. “Había algo de envidia también”,
reflexiona hoy Moni. “Pero era joven –y por ende, flaca y bonita– y no me iba a
privar de vestirme así. Ya vendrían los años a quitarme todo eso”. No hubo
tiempo siquiera porque el tapado, ¡ay!, quedó olvidado en un taxi, y el muro
fue borrado por los genocidas. No importa: nos queda la leyenda de la colorada
Amelia y su espléndido tapado de brocato.
Carlos Semorile