viernes, 25 de marzo de 2016

Las flores de Diana



Todas las alumnas estaban enamoradas de Diana… y yo también. Claro que aún no era una alumna –ni lo llegaría a ser–, sino un privilegiado asistente de su Seminario “Maternidad Hoy”. La sala se abarrotaba, y por eso los sábados hacíamos el esfuerzo del madrugonazo para procurarnos un par de lugares piolas desde donde poder grabar las clases. En ese entonces parecía que la bella casa de la calle Aguilar iba a ser la sede definitiva de Natal, y sin embargo todos la disfrutamos como lo que en realidad fue: el transitorio cobijo de un proceso de aprendizaje formidable en torno al embarazo y la maternidad, pero también respecto de los vínculos y la familia, la pareja y el amor, la sexualidad y sus ciclos. La mayoría de las veces yo era el único varón (aunque a veces se sumaba el amigo Gabriel Rosa), y eso hacía que las chicas me tratasen muy amorosamente pero con un dejo de extrañamiento: ¿qué hacía un hombre ahí?

Podría responder racionalmente (acompañaba a mi pareja, aprendía como un enano austro-húngaro recién llegado a los tristes trópicos, preparaba un ensayo sobre el tema), pero lo cierto es que había sido convocado por Diana y esa era una razón más que suficiente. En el pasado, ninguno de mis terapeutas había logrado que me sumergiese en experiencias tan insólitas como enriquecedoras…, qué digo!, ni me lo propusieron siquiera. Con Diana, en cambio, no existía ese cristal invisible que protege al terapeuta de contagiarse con las locuras de sus pacientes. Al contrario, ella siempre parecía más loca que nosotros, menos temerosa, más osada. Nunca antes una psicóloga se había jugado tanto en su decir (miento… un tal Aranda una vez me dijo: “Esa mina no te quiere”; pero esa es otra historia), y a veces ella misma se ponía como ejemplo de lo que no había que hacer o de lo que sí valía la pena intentar.

Sus ejemplos eran por demás didácticos, y por lo general no necesitaban de ningún “lacanismo” adicional. Recuerdo la vez que me habló de su paciente de 75 años que había decidido separarse porque así le quedaran cinco, diez o veinte años por delante, no pensaba dilapidarlos en una relación agotada. O cuando me contaba de sus años hippies, alborotando con sus vestidos hindúes, sus mostacillas y sus amigos barbados la casa de su señor padre, juez federal de la Nación. O aquella deliciosa anécdota suya del día que estaba apurada por llegar al centro y se tomó un taxi en la esquina del consultorio. Apenas se subió al vehículo, el tachero comenzó con la clásica cantaleta de todas las desgracias urbanas habidas y por haber. Como suele suceder en estos casos, el tipo ni se tomó la molestia de registrar si a su ocasional pasajera le interesaba mínimamente el consabido rosario del malestar aurinegro.

Podría haber sido un viaje como tantos otros que se dan bajo las mismas condiciones en la gran urbe, pero Diana no se lo iba a bancar ni ahí, así que le dijo al chofer: “Mire, ¿sabe qué? Tal vez usted tiene sus motivos para sentir que la realidad lo oprime, pero yo no soy su tacho de la basura, así que por favor déjeme en esta esquina”. Pagó, se bajó y comenzó a caminar con la idea de airearse. Lo que no esperaba para nada es que, unas cuadras más adelante, el taxista la interceptara con un ramo de flores en la mano y estas palabras de reconocimiento: “Gracias, me acaba de dar un gran lección”. Ahora no logro recordar a santo de qué me contó su encuentro con el taxista arrepentido, pero sí sé que le debo Diana unos cuantos ramos de flores.

Carlos Semorile