sábado, 20 de agosto de 2016

El teatro no se degrada




 “Si vamos a hablar de milagros, hablemos de verdaderos milagros”, dice Mauricio Kartun en sus Escritos. Y remata: “Por mucho que te acerques, los recuerdos jamás pixelan”. Lo compruebo al revisar los programas del XV Festival Internacional Cervantino de teatro, realizado en Guanajuato en octubre de 1987: pasaron casi treinta años y al menos algunos de mis recuerdos son bastante más nítidos que las tenues figuras que surgen de mi propio diario.

Lo mismo sucede con las anotaciones que hice sobre el hermoso desplegable del Programa General de Eventos, según el cual estuve en lugares y asistí a espectáculos de los que no conservo imagen alguna. En cambio, me acuerdo perfectamente de Dédalo intentando convencer a Ícaro que no volara hacia el sol, o los primeros milagros del niño Jesús, y al pueblo chino aprendiendo las lecciones del tigre de papel. Tres maravillosas obras cortas de Darío Fo que el catalán Manel Barceló nos regaló en la Plaza de San Roque.

  Allí mismo había visto unos “Entremeses Cervantinos” a cargo de los estudiantes de la Universidad de Guanajuato, y días más tarde una delirante puesta de la Assemblea Teatro di Torino: “Entre los casos de la vida y la magia del cielo… voy buscando la libertad”. No exagero si digo que desde aquellas tres jornadas –pero en especial la de Barceló-, la Plaza de San Roque quedó encantada. Pero a la vez vacía: pasar por allí y no ver teatro era algo penoso.   

Otro lugar rutilante era el Teatro Juárez, donde disfruté tanto de las audacias de la compañía de danza de Lar Lubovitch como del virtuosismo del Cuarteto de Jazz de Detroit. El Juárez es uno de esos teatros impresionantes y bellos construidos a fines del siglo XIX y comienzos del XX, donde cada detalle es un lujo y en los cuales te sentís un bacán por el sólo hecho de ocupar una butaca. Pero el día que mejor la pasé no fue adentro sino en las escalinatas del Juárez, escuchando y bailando dixieland con una alocada banda yanqui de jazz. 

No todas eran joyas, y así fue que abandoné una cosa espantosa de danza butoh japonesa pese a lo mucho que me había costado conseguir el boleto para el imponente Teatro Cervantes. Todo lo contrario me sucedió en el Teatro Principal, donde fui literalmente tomado por Jorge Luis Borges encarnado por Walter Santa Ana. “Borges y el otro” –obra del ¿extinto? Teatro San Martín-, me llenó de nostalgia y a la vez de identidad en esos días de internacionalismo en las tablas, en las calles y en las plazas. La música era del Tata Cedrón.

Ya para esos días finales del Festival me había hecho cuate de un periodista argentino: él me doblaba en edad pero teníamos un amigo en común y, sobre todo, amábamos las mismas cosas. Gracias a él, accedí a los camarines donde el elenco de “Borges y el otro” brindaba, chacoteaba y reía después de la función. A una de las actrices compatriotas le gustó mucho un “prendedor cervantino” que llevaba en mi campera, mitad teatrero y mitad político, y se lo regalé. Fue un gesto de gratitud hacia quienes nos habían otorgado “la gracia”.

Estos recuerdos vienen manijeados luego de haber devorado los Escritos de Kartun, una reunión de textos hilarantes, didácticos y reflexivos. En uno de ellos plantea que “En el devenir del tiempo los acontecimientos de la vida se nos filtran en una criba de tejido grueso. Un colador de existencia, digamos, por el que pasa la arena pasajera y quedan perpetuas algunas pocas piedras un cacho más voluminosas y singulares”. Entre esas gemas que perduran rescato aquella intensa dicha cervantina, con imágenes poderosas y emociones genuinas. Porque aunque pasen muchos años, como los recuerdos amados, el teatro no se degrada.

Carlos Semorile

jueves, 18 de agosto de 2016

Un niño en la oscuridad



H. no debe de haber tenido más de cuatro o cinco años. Era la década del 50 en un campo en el sur de Chile. Sus padres habían salido a cenar donde unos amigos y lo habían dejado a cargo de una niñera. Ésta organizó su propio panorama y dejó al niño solo. Probablemente pensó que sólo sería un rato, que total el niño estaba durmiendo, que era muy chico y no se iba a dar cuenta. Entonces ¿qué podría ocurrir? Pero H. despertó con el aliento de algo encima de él. Entreabrió los ojos y vio, nítido, el rostro de un desconocido observándolo. En su más instintivo reflejo de sobrevivencia, se hizo el dormido y el hombre se fue. Cuando los dueños de casa regresaron, descubrieron que dos sujetos habían entrado a robar durante su ausencia. Policialmente hablando, a H. no le ocurrió – tal como lo pensaron todos los adultos-  nada. El niño estaba durmiendo, probablemente no había despertado, era muy chico para darse cuenta. Pero un terror interno al caer la noche lo acompañó para siempre. En la Universidad, cuando había alguna fiesta o se quedaban estudiando hasta tarde,  debía pedir que alguien lo acompañe a su casa. Se declaraba incapaz de circular solo pasado el atardecer. 

H. murió a principios del 73 en un accidente automovilístico. Algunos años más tarde, su hermana se suicidó. Leído así, no parece una historia real. Más bien uno supondría que se trata de la reseña de alguna película de Nadine Trintignant en que se piensa que ciertas tragedias ocurren sólo a los demás, que ciertos abandonos y ciertas violencias sólo le pasan a los otros. Pero los propios recuerdos son dichosos hasta el día en que se abre un libro de Hermann Hesse y se cae sobre un párrafo que explica: “los niños no son felices en absoluto, que son capaces de muchos conflictos, de muchas desarmonías, de todos los sufrimientos”. Y ahí se esclarecen muchas cosas. Pero recordar la infancia también puede ser oportunidad de remembranza de confianzas traspapeladas. Al igual que la pequeña Matilda, alguna vez, todos fuimos capaces de optimismos ingeniosos. Pudiéramos seguir a Roal Dahl en su cruzada de “conspirar con los niños contra los adultos”. Afirmaba que funcionaba. ¿Por qué no intentar creerle?


Valeria Matus

lunes, 15 de agosto de 2016

Carlos Semorile: "El morrón demanda"

Carlos Semorile: "El morrón demanda": Arranca la obra y comienzan los desplazamientos: el bíblico Abel tiene el aspecto, el desamparo y la tristeza de Oliver Hardy. En cam...

miércoles, 10 de agosto de 2016

Como un pintor surrealista

“Hay luego (...) otras vidas que  sacar de las sombras donde han sido arrojadas, para darles lustre y exponerlas a la vista de un público que se vuelve cada día más crítico del trabajo artesanal de los escritores. (...) En realidad una obra literaria tiene algo del trabajo de un pintor, pero de un pintor surrealista, porque no sólo se trata de mezclar colores y colocarlos de manera adecuada sino que también hay que dejar un poco al lector la posibilidad de interpretar la obra, dejar que los que la lean o la escuchen puedan darle una interpretación de acuerdo con su peculiar punto de vista”.

Luis A. Castro 
1994