“Si vamos a hablar de
milagros, hablemos de verdaderos milagros”, dice Mauricio Kartun en sus Escritos. Y remata: “Por mucho que te
acerques, los recuerdos jamás pixelan”. Lo compruebo al revisar los programas del
XV Festival Internacional Cervantino de teatro, realizado en Guanajuato en
octubre de 1987: pasaron casi treinta años y al menos algunos de mis recuerdos
son bastante más nítidos que las tenues figuras que surgen de mi propio diario.
Lo mismo sucede con las
anotaciones que hice sobre el hermoso desplegable del Programa General de
Eventos, según el cual estuve en lugares y asistí a espectáculos de los que no
conservo imagen alguna. En cambio, me acuerdo perfectamente de Dédalo
intentando convencer a Ícaro que no volara hacia el sol, o los primeros
milagros del niño Jesús, y al pueblo chino aprendiendo las lecciones del tigre
de papel. Tres maravillosas obras cortas de Darío Fo que el catalán Manel
Barceló nos regaló en la Plaza de San Roque.
Allí mismo había visto unos “Entremeses Cervantinos”
a cargo de los estudiantes de la Universidad de Guanajuato, y días más tarde una
delirante puesta de la Assemblea Teatro di Torino: “Entre los casos de la vida
y la magia del cielo… voy buscando la libertad”. No exagero si digo que desde
aquellas tres jornadas –pero en especial la de Barceló-, la Plaza de San Roque
quedó encantada. Pero a la vez vacía: pasar por allí y no ver teatro era algo
penoso.
Otro lugar rutilante era el
Teatro Juárez, donde disfruté tanto de las audacias de la compañía de danza de Lar
Lubovitch como del virtuosismo del Cuarteto de Jazz de Detroit. El Juárez es
uno de esos teatros impresionantes y bellos construidos a fines del siglo XIX y
comienzos del XX, donde cada detalle es un lujo y en los cuales te sentís un
bacán por el sólo hecho de ocupar una butaca. Pero el día que mejor la pasé no
fue adentro sino en las escalinatas del Juárez, escuchando y bailando dixieland
con una alocada banda yanqui de jazz.
No todas eran joyas, y así
fue que abandoné una cosa espantosa de danza butoh japonesa pese a lo mucho que
me había costado conseguir el boleto para el imponente Teatro Cervantes. Todo
lo contrario me sucedió en el Teatro Principal, donde fui literalmente tomado
por Jorge Luis Borges encarnado por Walter Santa Ana. “Borges y el otro” –obra
del ¿extinto? Teatro San Martín-, me llenó de nostalgia y a la vez de identidad
en esos días de internacionalismo en las tablas, en las calles y en las plazas.
La música era del Tata Cedrón.
Ya para esos días finales
del Festival me había hecho cuate de un periodista argentino: él me doblaba en
edad pero teníamos un amigo en común y, sobre todo, amábamos las mismas cosas.
Gracias a él, accedí a los camarines donde el elenco de “Borges y el otro”
brindaba, chacoteaba y reía después de la función. A una de las actrices compatriotas
le gustó mucho un “prendedor cervantino” que llevaba en mi campera, mitad
teatrero y mitad político, y se lo regalé. Fue un gesto de gratitud hacia
quienes nos habían otorgado “la gracia”.
Estos recuerdos vienen
manijeados luego de haber devorado los Escritos
de Kartun, una reunión de textos hilarantes, didácticos y reflexivos. En uno de
ellos plantea que “En el devenir del tiempo los acontecimientos de la vida se
nos filtran en una criba de tejido grueso. Un colador de existencia, digamos,
por el que pasa la arena pasajera y quedan perpetuas algunas pocas piedras un
cacho más voluminosas y singulares”. Entre esas gemas que perduran rescato aquella
intensa dicha cervantina, con imágenes poderosas y emociones genuinas. Porque
aunque pasen muchos años, como los recuerdos amados, el teatro no se degrada.
Carlos Semorile