sábado, 6 de agosto de 2016

La conquistada




Llevábamos varios días en Cuzco y ya habíamos conocido maravillosas iglesias españolas y soberbias construcciones incaicas. Creo inclusive que nos íbamos deslizando por esa peligrosa pendiente que podríamos llamar “la pereza del turista”, ese empacamiento a moverse “si, total, es todo más o menos parecido”. Así y todo, un día nos decidimos a emprender la excursión a Pisac, sobre todo porque nos recomendaron no dejar de visitar su mercado.

Tenían razón. Alfareros, tejedoras, cultivadores y artesanos se daban cita los domingos en la encantadora plaza central de Pisac, y armaban una preciosa feria que no nos cansamos de recorrer. Todo nos gustaba y hubiésemos querido traernos muchas cosas: cacharros, mantas de hermosos colores, collares para regalar, pero al final hicimos un pozo para que Julio se pudiese comprar un magnífico plato exquisitamente decorado con la cosmogonía Inca.

¿Qué sabíamos nosotros, tres bichos fatalmente urbanos, de aquellos hombres y sus creencias? Nada, claro. Pero había situaciones que vencían cualquier modorra del peregrino y nos dejaban en estado de asombro. Esa misma mañana, antes de llegar a Pisac, el micro hizo un alto frente a un valle majestuoso. En aquel mirador, guardamos un silencio parecido a una oración por aquellos caciques muertos que habían comprendido todo el ciclo de la vida.

La tierra de los amautas legendarios había sido luego conquistada por los barbados aventureros peninsulares, comenzando un ciclo de desdichas que todavía continúa. Sin embargo, “civilizada” y todo, diré que no resultaba sencillo pararse sobre la heredad originaria y seguir sosteniendo la noción de conquista. Toda la filosofía del poseer claudicaba ante la sabiduría de unos indios extinguidos. Por allí había pasado la Historia, desde luego, pero algunos entendieron mejor que otros el hecho de ser hijos y no dueños de la tierra. .

Carlos Semorile