Llevábamos varios días en
Cuzco y ya habíamos conocido maravillosas iglesias españolas y soberbias
construcciones incaicas. Creo inclusive que nos íbamos deslizando por esa
peligrosa pendiente que podríamos llamar “la pereza del turista”, ese
empacamiento a moverse “si, total, es todo más o menos parecido”. Así y todo,
un día nos decidimos a emprender la excursión a Pisac, sobre todo porque nos
recomendaron no dejar de visitar su mercado.
Tenían razón. Alfareros,
tejedoras, cultivadores y artesanos se daban cita los domingos en la
encantadora plaza central de Pisac, y armaban una preciosa feria que no nos cansamos
de recorrer. Todo nos gustaba y hubiésemos querido traernos muchas cosas:
cacharros, mantas de hermosos colores, collares para regalar, pero al final
hicimos un pozo para que Julio se pudiese comprar un magnífico plato
exquisitamente decorado con la cosmogonía Inca.
¿Qué sabíamos nosotros,
tres bichos fatalmente urbanos, de aquellos hombres y sus creencias? Nada,
claro. Pero había situaciones que vencían cualquier modorra del peregrino y nos
dejaban en estado de asombro. Esa misma mañana, antes de llegar a Pisac, el
micro hizo un alto frente a un valle majestuoso. En aquel mirador, guardamos un
silencio parecido a una oración por aquellos caciques muertos que habían
comprendido todo el ciclo de la vida.
La tierra de los amautas legendarios había
sido luego conquistada por los barbados aventureros peninsulares, comenzando un
ciclo de desdichas que todavía continúa. Sin embargo, “civilizada” y todo, diré
que no resultaba sencillo pararse sobre la heredad originaria y seguir
sosteniendo la noción de conquista. Toda la filosofía del poseer claudicaba
ante la sabiduría de unos indios extinguidos. Por allí había pasado la
Historia, desde luego, pero algunos entendieron mejor que otros el hecho de ser
hijos y no dueños de la tierra. .
Carlos Semorile