H. no debe de haber tenido más de cuatro
o cinco años. Era la década del 50 en un campo en el sur de Chile. Sus padres habían
salido a cenar donde unos amigos y lo habían dejado a cargo de una niñera. Ésta
organizó su propio panorama y dejó al niño solo. Probablemente pensó que sólo
sería un rato, que total el niño estaba durmiendo, que era muy chico y no se
iba a dar cuenta. Entonces ¿qué podría ocurrir? Pero H. despertó con el aliento
de algo encima de él. Entreabrió los ojos y vio, nítido, el rostro de un
desconocido observándolo. En su más instintivo reflejo de sobrevivencia, se
hizo el dormido y el hombre se fue. Cuando los dueños de casa regresaron,
descubrieron que dos sujetos habían entrado a robar durante su ausencia.
Policialmente hablando, a H. no le ocurrió – tal como lo pensaron todos los
adultos- nada. El niño estaba durmiendo,
probablemente no había despertado, era muy chico para darse cuenta. Pero un
terror interno al caer la noche lo acompañó para siempre. En la Universidad,
cuando había alguna fiesta o se quedaban estudiando hasta tarde, debía pedir que alguien lo acompañe a su
casa. Se declaraba incapaz de circular solo pasado el atardecer.
H. murió a principios del 73 en un
accidente automovilístico. Algunos años más tarde, su hermana se suicidó. Leído
así, no parece una historia real. Más bien uno supondría que se trata de la
reseña de alguna película de Nadine Trintignant en que se piensa que ciertas
tragedias ocurren sólo a los demás, que ciertos abandonos y ciertas violencias
sólo le pasan a los otros. Pero los propios recuerdos son dichosos hasta el día
en que se abre un libro de Hermann Hesse y se cae sobre un párrafo que explica:
“los niños no son felices en absoluto,
que son capaces de muchos conflictos, de muchas desarmonías, de todos los
sufrimientos”. Y ahí se esclarecen muchas cosas. Pero recordar la infancia
también puede ser oportunidad de remembranza de confianzas traspapeladas. Al
igual que la pequeña Matilda, alguna
vez, todos fuimos capaces de optimismos ingeniosos. Pudiéramos seguir a Roal
Dahl en su cruzada de “conspirar con los
niños contra los adultos”. Afirmaba que funcionaba. ¿Por qué no intentar
creerle?
Valeria Matus