jueves, 18 de agosto de 2016

Un niño en la oscuridad



H. no debe de haber tenido más de cuatro o cinco años. Era la década del 50 en un campo en el sur de Chile. Sus padres habían salido a cenar donde unos amigos y lo habían dejado a cargo de una niñera. Ésta organizó su propio panorama y dejó al niño solo. Probablemente pensó que sólo sería un rato, que total el niño estaba durmiendo, que era muy chico y no se iba a dar cuenta. Entonces ¿qué podría ocurrir? Pero H. despertó con el aliento de algo encima de él. Entreabrió los ojos y vio, nítido, el rostro de un desconocido observándolo. En su más instintivo reflejo de sobrevivencia, se hizo el dormido y el hombre se fue. Cuando los dueños de casa regresaron, descubrieron que dos sujetos habían entrado a robar durante su ausencia. Policialmente hablando, a H. no le ocurrió – tal como lo pensaron todos los adultos-  nada. El niño estaba durmiendo, probablemente no había despertado, era muy chico para darse cuenta. Pero un terror interno al caer la noche lo acompañó para siempre. En la Universidad, cuando había alguna fiesta o se quedaban estudiando hasta tarde,  debía pedir que alguien lo acompañe a su casa. Se declaraba incapaz de circular solo pasado el atardecer. 

H. murió a principios del 73 en un accidente automovilístico. Algunos años más tarde, su hermana se suicidó. Leído así, no parece una historia real. Más bien uno supondría que se trata de la reseña de alguna película de Nadine Trintignant en que se piensa que ciertas tragedias ocurren sólo a los demás, que ciertos abandonos y ciertas violencias sólo le pasan a los otros. Pero los propios recuerdos son dichosos hasta el día en que se abre un libro de Hermann Hesse y se cae sobre un párrafo que explica: “los niños no son felices en absoluto, que son capaces de muchos conflictos, de muchas desarmonías, de todos los sufrimientos”. Y ahí se esclarecen muchas cosas. Pero recordar la infancia también puede ser oportunidad de remembranza de confianzas traspapeladas. Al igual que la pequeña Matilda, alguna vez, todos fuimos capaces de optimismos ingeniosos. Pudiéramos seguir a Roal Dahl en su cruzada de “conspirar con los niños contra los adultos”. Afirmaba que funcionaba. ¿Por qué no intentar creerle?


Valeria Matus