Caen las primeras gotas y
me apresuro a bajar la ropa de la soga antes de que se descargue el aguacero.
Mientras estoy en la terraza, llega a casa una amiga de mi compañera y es ella
quien me abre la puerta y, casi al mismo tiempo, pregunta: “¿Estás haciendo las
tareas domésticas?”. Me la quedo mirando un segundo durante el cual pienso que,
para responder sus supuestos básicos subyacentes, necesitaría explicarle tantas
cosas que nos llevaría toda la tarde. Como me da mucha fiaca, le doy un
tentempié tranquilizador: “Así es!”.
Sin embargo, días más tarde
la escena me vuelve a la mente mientras lavo los platos del almuerzo.
Inclusive, me parece escuchar voces: “¿Además lavás los platos?”. Viene en mi
auxilio el recuerdo del Chango, aquel militante pintón y entrador que vivió un
tiempo con nosotros, y que siempre se apresuraba a levantar la mesa y lavar la
vajilla antes de que lo hiciera cualquiera de las mujeres de la casa: “Déjenme
a mí que ustedes ya hicieron la comida”.
Todo esto queda sumido en
el desván de los trabajos y los días hasta que ayer sábado a la mañana la
acompaño a mi amada a su facultad para escuchar a un profesor que, me asegura,
vale la pena el esfuerzo. Pero el profesor ha recibido una llamada para asistir
a su hijo en una emergencia y la clase se suspende. En lugar de retirarse a
apoliyar, los alumnos se agrupan en dos pequeños fogones que discuten las
cuestiones propias de la materia.
Mientras los observo,
pienso que hace mucho que no estoy en una situación así, facilitada por la
Universidad Pública que nunca deja de sorprendernos con sus dones. Sigo la
deriva de la conversación fascinado por la desenvoltura con que las muchachas
hablan de sus primeros escarceos con la profesión, y con los últimos avatares
de carrera. Calculo que somos casi tres generaciones cortas, entre los 50 y
pico y los veintitantos, y creo que esa es otra maravilla de la UBA. Y en esas
ando hasta que una de ellas me pregunta por mi papel en esta obra. Le digo que
he venido en condición de acompañante, y eso le provoca una primera
perplejidad. Me pregunta a qué me dedico: “Escribo”. A juzgar por su reacción
posterior, debí decirle: “Hago tareas domésticas”.
A partir de que le habilité
mi oficio, la compañera (todo hay que decirlo: se trata de una compañera)
supuso que yo estaba allí para escribir la tesis de mi esposa. O para competir
intelectualmente con el profesor que, de tan brillante, “la tiene así de
grande”. A la vez dio por hecho que, si se me ocurría, podría recibirme con
sólo proponérmelo. Y pese a que le aseguré que sabía algunas cosas pero no
tantas como para graduarme, ella insistió en que podía estar detrás de un
diván. En esta misma facultad enseñan que toda interpretación fuera de sesión
es una agresión, pero no había quien la parara y de golpe y porrazo, por
compartir ese espacio con mi mujer, pasé a ser “un pollerudo”.
Conté hasta diez y, mientras la miraba,
pensaba en el Chango. Y en aquellos años en que los compañeros se lavaban sus
calzoncillos con pudor y se planchaban sus camisas con hombría, porque aquello
de la Revolución se lo habían tomado muy en serio. Y pensé en todo lo que
retrocedimos desde entonces, tanto que algunas feministas ya no saben
distinguir dónde está el verdadero enemigo ni quiénes son ni para qué están los
compañeros genuinos.
Carlos Semorile