domingo, 4 de septiembre de 2016

El hombre que al mirar piensa



"O Casal", de Gilberto Namura

Caen las primeras gotas y me apresuro a bajar la ropa de la soga antes de que se descargue el aguacero. Mientras estoy en la terraza, llega a casa una amiga de mi compañera y es ella quien me abre la puerta y, casi al mismo tiempo, pregunta: “¿Estás haciendo las tareas domésticas?”. Me la quedo mirando un segundo durante el cual pienso que, para responder sus supuestos básicos subyacentes, necesitaría explicarle tantas cosas que nos llevaría toda la tarde. Como me da mucha fiaca, le doy un tentempié tranquilizador: “Así es!”.

Sin embargo, días más tarde la escena me vuelve a la mente mientras lavo los platos del almuerzo. Inclusive, me parece escuchar voces: “¿Además lavás los platos?”. Viene en mi auxilio el recuerdo del Chango, aquel militante pintón y entrador que vivió un tiempo con nosotros, y que siempre se apresuraba a levantar la mesa y lavar la vajilla antes de que lo hiciera cualquiera de las mujeres de la casa: “Déjenme a mí que ustedes ya hicieron la comida”.   

Todo esto queda sumido en el desván de los trabajos y los días hasta que ayer sábado a la mañana la acompaño a mi amada a su facultad para escuchar a un profesor que, me asegura, vale la pena el esfuerzo. Pero el profesor ha recibido una llamada para asistir a su hijo en una emergencia y la clase se suspende. En lugar de retirarse a apoliyar, los alumnos se agrupan en dos pequeños fogones que discuten las cuestiones propias de la materia.

Mientras los observo, pienso que hace mucho que no estoy en una situación así, facilitada por la Universidad Pública que nunca deja de sorprendernos con sus dones. Sigo la deriva de la conversación fascinado por la desenvoltura con que las muchachas hablan de sus primeros escarceos con la profesión, y con los últimos avatares de carrera. Calculo que somos casi tres generaciones cortas, entre los 50 y pico y los veintitantos, y creo que esa es otra maravilla de la UBA. Y en esas ando hasta que una de ellas me pregunta por mi papel en esta obra. Le digo que he venido en condición de acompañante, y eso le provoca una primera perplejidad. Me pregunta a qué me dedico: “Escribo”. A juzgar por su reacción posterior, debí decirle: “Hago tareas domésticas”.

A partir de que le habilité mi oficio, la compañera (todo hay que decirlo: se trata de una compañera) supuso que yo estaba allí para escribir la tesis de mi esposa. O para competir intelectualmente con el profesor que, de tan brillante, “la tiene así de grande”. A la vez dio por hecho que, si se me ocurría, podría recibirme con sólo proponérmelo. Y pese a que le aseguré que sabía algunas cosas pero no tantas como para graduarme, ella insistió en que podía estar detrás de un diván. En esta misma facultad enseñan que toda interpretación fuera de sesión es una agresión, pero no había quien la parara y de golpe y porrazo, por compartir ese espacio con mi mujer, pasé a ser “un pollerudo”.

 Conté hasta diez y, mientras la miraba, pensaba en el Chango. Y en aquellos años en que los compañeros se lavaban sus calzoncillos con pudor y se planchaban sus camisas con hombría, porque aquello de la Revolución se lo habían tomado muy en serio. Y pensé en todo lo que retrocedimos desde entonces, tanto que algunas feministas ya no saben distinguir dónde está el verdadero enemigo ni quiénes son ni para qué están los compañeros genuinos.

Carlos Semorile