La primera vez que siendo un niño anduve
solo por la calle fue en Ciudad Evita, acompañado de Negro, el perro de la tía
Marta que era más alto que yo. Salimos los tres temprano una bella mañana
soleada, y en la esquina doblamos hacia la derecha e hicimos tres cuadras hasta
la Rotonda: allí Marta tomó el colectivo que iba para Capital, y con Negro
volvimos andando hasta la casa como dos viejos amigos. ¿Cuántos años tendría?
¿Tres, cuatro como mucho? Seguramente la abuela o las tías me estuvieron visteando
desde atrás de los árboles, pero no las vi y terminé convencido que Negro había
regresado sano y salvo gracias a mis dotes de conductor. Una proeza de la
ingenuidad.
En la sala de aquel chalet de Ciudad
Evita tuve mis primeras trasnochadas, acompañando las maratónicas desveladas de
cine televisado que eran como un ritual sagrado de la tía Marta y su compañero
Héctor todos los sábados por la noche. En aquellos tiempos remotos, la tele
dejaba de transmitir apenas pasada la medianoche salvo los sábados, cuando
extendían la señal hasta las primerísimas horas del domingo y ahí estaba prendido
el niño que fui, parpadeando el sueño porque adoraba hacer cosas de adultos con
adultos.
Algunos años después, recuerdo la
llegada de Marta a Santiago de Chile, todavía deslumbrada por el viaje en tren
a través de la Cordillera mientras repartía a manos llenas los regalos que
había traído en las valijas desde la añorada Buenos Aires. (Doce meses más
tarde, en su departamento de Almagro, escuchábamos –por la radio!, mi Dios– la angustiante
noticia del golpe a Allende). Pero su primer viaje en avión –y el mío– fue
rumbo a México, donde una parte de la familia había logrado exiliarse después
del ´76. Era un vuelo “lechero” que nos hizo conocer bastantes aeropuertos.
Sólo en Santa Cruz de la Sierra pudimos salir a caminar por los alrededores,
pero nos faltó la compañía y el coraje de Negro para animarnos a ir más allá
del Barrio Alto.
En México, paseamos con la familia y
volvimos a ver el Pacífico y por segunda vez la nieve, una dichosa tarde camino
al Ajusco. El viaje de regreso nos depositó en la ominosa Miami, con sus
fachadas de utilería y esa urdimbre extraña entre ordenanzas anglosajonas –siempre
listas para la punición– y latinos estrafalarios vociferando su gusanía border.
(En la tele del hotel vimos a Juanita Castro a los gritos detrás de unas rejas:
nos costó comprender que ésa era su farmacia de la Little Habana y que ésas
eran sus rejas. Vieja demente).
Volví al colegio, y Marta volvió a su
trabajo de siempre en la Casa de la Moneda y a sus nocturnos sábados hogareños,
en el departamento de Almagro que Héctor había remozado ampliando la sala hacia
una de las habitaciones. Creo que fue por esa época que se propuso terminar el
secundario y a golpes de inteligencia y voluntad lo fue logrando en una escuela
nocturna que la UPCN ponía a disposición de sus afiliados. Una vez recibida se
anotó en Sociología, carrera con una cierta tradición familiar. De hecho, venía
detrás de mí y me resultaba muy difícil conciliar mis intereses de
universitario joven con las demandas de una tía estudiante que no estaba en los
planes de nadie.
Tampoco estaba en los papeles que Héctor
falleciera de repente y que se llevara buena parte de los momentos más
luminosos de la vida de Marta. Devastada, se refugió en la casa materna y en
sus quehaceres laborales. Pero el menemato también había irrumpido en la Casa
de la Moneda continuando el vaciamiento de la misma que había comenzado la
Dictadura, y que el radicalismo no había sabido, no había podido o no había
querido parar a tiempo. En los papeles de Marta (que movió cielo y tierra por
la empresa a la que la había dedicado su vida laboral), se aseguraba que el hoy
famoso Ciccone era apenas un testaferro del tenebroso Juan Álemann. Sus nuevos
jefes la dejaron sin tareas, hasta prácticamente cesantearla.
Por aquel período, generosa a más no
poder, Marta me prestó su departamento, donde hice mi primera experiencia de tigre
solitario. Allí me convertí en el cocinero que soy, agasajé amigos, me inicié
en la Astrología y le saqué algunas notas a mi primer trompeta. Siempre que
podía agarraba la bici y me iba al Centro, pero en la calle Rawson pasé
momentos felices y amargos primero con una novia y después con otra, mientras
trataba de olvidar a una tercera. Hasta que me mudé, esas fueron mis nuevas
proezas del candor.
Tras la muerte de la Abuela, Marta
finalmente vendió Rawson y se mudó a Coghlan. Había ganado en metros, ubicación,
luz y hasta un balcón, pero nunca acertó a abrir su casa para que fuese un
lugar de encuentro. Acaso su última gran alegría haya sido su viaje a San Juan,
la tierra que la vio nacer y adonde nunca había regresado. Allí la encontramos
nosotros e hicimos un hermoso viaje por Calingasta, El Alcázar, Tamberías,
Barreal y la Pampa del Leoncito (y su Observatorio). En contacto con la
naturaleza, su alma se expandía y lograba serenar lo que había en ella de enojo
y de rabia. Chanceaba, reía y hasta se animaba a cantar algunas cosas de su
padre.
Prefiero recordarla así y no bajo el
inclemente deterioro de sus últimos años. Había sido una mujer de carácter
fuerte e intransigente, y verla doblegada por la enfermedad era doblemente
triste. Cuando rondaba mis veintitantos, me legó la medalla que le dieron por
sus 25 años de labor en la Casa de la Moneda, su segunda casa. Como dueña de la
misma nos recibió a los alumnos de mi escuela primaria una mañana de invierno
y, junto a la guía titular, ella ofició de amorosa anfitriona, dándonos a conocer
los secretos de cómo se acuñaban las monedas y cómo se contaban las inmensas
hojas de billetes. También ese día reía y tenía algo de la niña que fue cuando
Evita les dijo a sus colaboradores: “¿Ven? Esta es una verdadera rubia natural.
Parece Shirley Temple”.
Carlos Semorile