Twin Peaks fue una de las
primeras seriales que cautivó al público con intensidad. A mis 18 años, yo fui
una de las tantas fanáticas. Sólo tenía al respecto un serio inconveniente:
cuando aparecía el asesino, sentía miedo. Pero era un pavor tan incontrolable
que no me atrevía atravesar el pasillo para regresar a mi pieza (el televisor
estaba en la habitación de mi madre). A la primera, se me ocurrió entonces
quedarme a dormir con ella. Y así, se hizo costumbre que cada viernes por la
noche yo aparecía en su puerta, en pijama, guatero en mano, y ante su mirada
atónita que admitía que no le quedaba más alternativa, yo anunciaba muy
decidida: “vengo a ver Twin Peaks.”
Asustarse con
una película no es un fenómeno distinto a reír o llorar. Y fríamente visto, es
igual de insensato, pues ni siquiera la avanzada tecnología ha logrado que un
personaje salga de la pantalla para hacernos daño, aunque a alguien ya se le
haya ocurrido esa figura para una película de terror. Sin embargo, estamos
dispuestos a entregarnos a todo tipo de sentimientos gratos e ingratos cuando
nos involucramos en una historia ficticia.
Mi padre tenía
su propia teoría sobre El Quijote. Sostenía que no era un chiflado ni sufría
alucinaciones. Era un hombre que simplemente se aburrió de su realidad y un día
decidió vivir un mundo más divertido hecho a su antojo. Sabía perfectamente que
los molinos no eran seres gigantes, pero decidió creer que lo eran. Lo mismo hacemos
cuando en una narración lloramos una muerte o celebramos una boda. Resolvemos, con
toda nuestra lucidez, cruzar a otras dimensiones.
En una brillante
entrevista al Diario El Mundo, la actriz Charlotte Rampling explica: “Necesitamos historias porque tenemos que
comprendernos a nosotros mismos y al resto de la gente que nos rodea. Para esto
sirve el arte.” Me pregunto si hoy en día algún adolescente recurriría a la
protección materna ante un fenómeno irreal. Porque hacerlo precisa reconocer un
grado de vulnerabilidad que hoy nadie quisiera demostrar. Y para admitirse
frágil, se requiere cierta inocencia. Sólo en ella aceptamos que no todo está
resuelto, que no todo está bajo control, que pueden afectarnos conmociones
insospechadas. Que nuestra esencia necesita aceptarse, vincularse. Que necesita
a los demás y adquiere sentido junto a los demás. Y si los demás no están, valen,
en su defecto, los molinos.
Valeria Matus