Fanática de Borges, mi
madre solía citarlo para asegurar que la memoria está hecha de olvido. La frase
le cuadraba bien, pues Brigi no era particularmente memoriosa: las veces que
acudí a sus registros históricos salí más dudoso que encaminado. Pero en su
alma literaria, combinó su borgismo con el inicio de Pedro Páramo, y repetía la
advertencia –“la memoria necesita del olvido”- a aquellas personas que iban
camino a convertirse en “un rencor vivo”. Me consta que al menos dos de las
destinatarias del consejo no supieron “pescarlo”, o lo eludieron con elegante
desprecio: en algunos círculos,
personalísimos o sociales, tiene más “charme” el cinismo que la
sabiduría.
Es verdad que a veces Brigi
se pasaba de ingenua, pero su sugerencia borgeana quedó como un legado
problemático: ¿es posible seleccionar “rencores” y archivarlos, o este es un
proceso que acontece más allá de la voluntad del rememorante? Como recopilador
de pasados, soy cualquier cosa menos indiferente ante el problema de la memoria
y todo lo que se pierde cuando falta un testimoniante, aunque éste testimonie tan
sólo su rencor.
Pero el problema es más
arduo todavía cuando uno mismo revisa sus archivos, como me pasó ayer, y se
encuentra con cosas inesperadas. ¿Cómo fue que llegué a pergeñar el argumento
de un cuento donde el fantasma de Walsh y -sobre todo- sus escritos, terminaban
consumiendo a un genocida impune? ¿O por qué sigo buscando y termino leyendo
escenas realmente vividas y “sanamente olvidadas”, y por cuánto tiempo se
instalarán y perturbarán mi presente? Concluyo que Brigi no era la única
inocente.
Sin embargo, en mi rastreo
por escritos esbozados o inconclusos, logro rescatar algunas miradas que
mantienen su vigencia, y unas pocas escenas que podrían considerarse como tales
y que contienen altas dosis de autoironía. También encuentro un croquis –apenas
eso- del día en que Olga Maestre fue a verla a Evita, y donde puse: “Es
época de cartas y de fe, no hay unas sin la otra”. Si me diera el cuero, debería reelaborar ese
relato a partir de esta frase.
Pero la
conjunción de cartas y de fe, al menos hoy, me lleva para otro lado. Quisiera
recuperar la correspondencia entre mis padres, y lo anhelo aunque ello sea
imposible porque todo parece indicar que Brigi decidió que esa parte de su vida
privada se iba con ella. Creo comprender que me impulsa una necesidad distinta
a la del memorialista irredimible: se trata de rasgar el olvido para que sea
posible una memoria en la que el rencor aún no haya dejado sus huellas.
Al
menos aquí, donde apostamos por “Nuestro Querer”, desearía invertir la
sentencia borgeana y decir que aún el más feroz de los olvidos está hecho de
alguna memoria. Puede ser una “falsa memoria”, como le llaman ahora, o una
memoria fantaseada o fugitiva. Lo que no puede ser, al menos si se trata de un
recuerdo amoroso, es una memoria carente de fe, sustento último del amor. La
misma fe con la que ellos se escribieron aquellas cartas que hoy quisiera
leer.
Carlos
Semorile