Resulta que eran las 17.55 h y yo tenía que estar a
las 17.45 h en Av. del Libertador 8400. No estaba. No estaría. Corrí por la calle
Juramento para salir a Libertador y tomar lo primero que pasara, estaba por
cruzar la calle cuando cambió el semáforo. Levanté los ojos al cielo pero no vi
nada (nada más que la exasperación). En eso una señora se aproxima. También iba
a cruzar. Se para al lado mío. Era bajita, muy elegante, de muchos años (me
llamó la atención el detalle de las cejas pintadas).
–Mira nena, mira –me dice y mostraba con su dedito.
Yo tratando de ver lo que mostraba (la exasperación
seguía en su lugar, ¿tanto puede tardar un semáforo?). Aparte había ruido. Era
la avenida del Libertador, a las 18.00 horas, día de semana. Enfrente, un
edificio.
–¿Qué cosa, señora? –le digo. No veo.
–La luna. ¿Viste qué bonita que está?
Miro la luna (al costado del edificio), miro a la
señora. Voy de una a otra y entonces me acuerdo que yo soy yo. Que este tipo de
cosas me suele pasar pero no me acostumbro. ¡No las busco! Había hecho todo
lo posible por atravesar... La señora me cuenta entonces que de chiquita (habrá
sido hace unos 80 o 75 años) le gustaba estar con sus padres en la cocina y salir
al balcón. Que antes se veía más la luna porque no había edificios. No tantos.
Me cuenta un montón de cosas, entiendo la mitad por el ruido. En eso cambia el
semáforo. No corro, no tomo ningún taxi, trato de escuchar. Le ofrezco mi brazo
para atravesar juntas. Vamos. Paso a paso. Lento. Me dice antes de
llegar a la otra esquina:
–¡Ja!... vas a pensar... la loca de la luna...
Pero claro yo no pienso eso, pienso otras cosas,
algunas se las digo. Otras me las quedo. Le agradezco en mente... sí, que me haya
devuelto a “lo esencial”... Nos despedimos. Me regala una sonrisa. Recién entonces
echo a correr.
*
Este cuento no es un cuento. Sucedió y se lo dedico
a Valeria Matus Momberg. Se lo entrego, lo pongo en sus manos para que pueda
mirarlo de vez en cuando como la foto de algo que no solamente me pasó a mí
sino que nos pasó a las dos, a los que tengan ganas de leer. Algo que
sigue pasando, algo que seguirá pasando. Algo que no nos pueden quitar salvo
que seamos cómplices del robo de alegría, de amor que algunos, es cierto,
intentan día a día. Somos responsables –es mi convicción– de nuestra alegría,
de nuestro valor, de nuestra esperanza. Cuidar esto es parte de las pequeñas
batallas de todos los días. Entre los tesoros que nos pertenecen esa capacidad
que aún tenemos de conectar directo con un “perfecto desconocido”. De no temer.
De mirar, gracias a otro, en la dirección correcta que, ciertos días, es la de
la luna.
Cándida