En mi adolescencia –años 80, sin TV
en la pieza ni tecnología móvil– me dio por dibujar planos de casa. Fue un
pasatiempo que duró como tres años. Desde luego, mis primeras obras atentaban
contra todas las leyes de la física. Pero después fui perfeccionándome y
terminé haciendo planos de una precisión increíble para la poca capacidad de
abstracción que me caracteriza. Llegué incluso a colocar a mis trabajos medidas
a escala. Me comenzó a importar tanto la exactitud, que me compré una huincha
de maestro y andaba por toda la casa apuntando cuántos centímetros podía tener el
ancho de una puerta o cuánto espacio requería un lavaplatos.
Hace un tiempo me mudé a un
departamento y tardé cinco meses en contratar Internet. En un principio, no fue
una decisión ortodoxa. Sólo que dejé ese trámite para cuando hubiera resuelto
otras tareas domésticas de mayor urgencia. Lo primero que constaté es cuán solo
uno puede llegar a estar. Gran parte de las personas con las que me relacionaba
estaba en línea y no en el mundo real. Por supuesto, me junté con varios amigos
en ese periodo. Pero también ocurrió que algún sábado en la tarde, éstos
prefirieran guardarse del frío en su hogar mirando películas. También descubrí
la cantidad de actividades útiles que podía llegar a hacer: lavar a mano,
planchar, ordenar fotografías, coser un botón. Parecía que al no estar en la
realidad virtual, todo era productivo porque todo tenía un resultado palpable.
Tomé entonces la resolución de vivir
sin Internet. Se volvió una cruzada personal que yo iría a ganar estoicamente. Eché
de menos algunas entretenciones, como las maratones de seriales, el más
indeseable de mis vicios. Pero aun así, era soportable. Hasta que surgió un imprevisto
frente de batalla: la desinformación. Los fines de semana, me quedaba en casa,
sin televisión, sin diarios, sin noticieros, sin redes sociales. Fue así como
un día lunes llegué muy campante a mi trabajo y me encontré con que todo el
mundo estaba bastante enervado. Pregunté si había ocurrido algo inusual y la
respuesta fue: “¡Cómo que si pasó algo! ¡Hubo
un tremendo aluvión anoche y hay corte de agua en casi todo Santiago! Parece que
se mantendrá por 24 horas.” La persona
que me contó lo sucedido se había levantado de madrugada para juntar agua en
cacerolas. Mi desconexión me dio miedo. Imaginé que podría una mañana salir a
la calle y descubrir que durante mi sueño el mundo había sido conquistado por
extraterrestres, siendo yo la única humana en no enterarse.
Cómo y cuánto permanecer en el
ciberespacio es una interrogante que tenemos todos los que sufrimos el cambio
de siglo. Nos aterra la invasión de ciertos malos hábitos, así como el
vulnerable teme las drogas y prefiere ni siquiera probarlas. Salvo que aquí
pareciera seguirse una ley de Newton y si quedamos ajenos a la fuerza ejercida
por la contemporaneidad, no hay movilidad ni modificación posible. Trazar
planos de casa no desarrolló en mí ninguna inteligencia espacial. Sigo sin
sentido de la ubicación y me desoriento hasta dentro de un probador de ropa.
Tampoco fue el origen de una vocación: no fui ni arquitecto, ni dibujante. Pero
pude deducir que para tener una edificación sólida, se debe tomar medidas,
ubicar rigurosamente los pilares y calcular seriamente cuánto se dejará a cada
zona. Esto último en el entendido que siempre queda la libertad de dar
prioridad al comedor, la cocina, el dormitorio o la biblioteca.
Valeria Matus