Me escribe el Tata: “Vos viviste en la calle Vedia? A qué
altura? Yo nací en el XXX de Vedia, en Saavedra, y ahora vivo en el mismo
número de otra calle Vedia, en otro barrio… Será de Dios!!!” Le cuento que vivimos
en Vedia 3480, casi esquina Roque Pérez, a dos cuadras de “la Phillips”, que mis
padres construyeron “el chalé” a principios de los ´70 y que nos mudamos cuando
volvimos de Chile –sería a fines del ´72-, con la casa sin terminar, y
dormíamos los cuatro en la cocina. Nos habíamos ido rajando, y rajando
regresamos…
Le digo que cuando mi viejo
compró el terreno todavía existía la vieja Gral. Paz, con sus bulevares llenos
de árboles y las casitas de los jardineros, que parecían de juguete. Pero en el
proceso de levantar la casa, también hicieron la nueva Gral. Paz, puro cemento
y muros de piedra, así que nunca fuimos a jugar al fútbol en aquel verde
añorado. Así y todo, a veces sacábamos las sillas a la calle, y nos
perseguíamos con una gringa preciosa, hija de unos vecinos…
La casa, en sí misma, era
hermosa. Una cocina extensa como para patinar en ella, el jardín que fue
colonizado por los innumerables conejos, el living de las fiestas memorables,
la sala donde entre todos compaginábamos –día y noche- los impresos de Marucho,
un balconcito aterrazado que usábamos como trampolín para hacer clavados en la
pileta, los cuartos que nos hicieron elegir sobre el plano del arquitecto pero
luego, generositos, los permutamos…
Después, mi viejo enfermó y
luego murió, y en ese proceso suyo (y también después) nos asaltaron por lo
menos una decena de veces -entre aprietes de los "services", y “choreos
poliladrons”, pero siempre con grandes sustos-, y era imposible de mantener y
vivíamos llenos de deudas. De esa época me quedó mi predilección por vivir en
un lugar acorde a las reales posibilidades de uno...
Nos fuimos y volvimos
varias veces, siguiendo las oscilaciones de los apuros económicos y los
reiterados asaltos. La alquilamos, regresamos, se la prestamos a la familia de
un amigo de la secundaria, la recuperamos, volvimos una vez más -y detrás
nuestro los ladrones-, hasta que me fui a México y dejé un poder para que la
casa se vendiese. Y se vendió. Releo lo que llevo escrito y percibo que a la
casa siempre la llamamos “Vedia” -o a lo sumo “en Vedia”-, como si hablásemos
de un lugar transitorio, el de nuestro exilio interno…
Pasan un par de días y el
Tata me cuenta su versión de la calle Vedia: “Viví desde el ´41 hasta el ´51, la época más feliz de mi vida... A los
8 años íbamos corriendo por las arboledas de la Gral. Paz hasta la Philips, vi
construir las casitas de los jardineros con sus techos empinados... Viví también
la revolución de ´43, los tanques, las tropas. Mi abuelo Aquiles estaba en la Gral.
Paz con los mellizos, uno de cada mano -tenían un año y pico-, y decía: ‘Tiran
al aria’… Ma´ qué ‘aria’: había soldados en Vedia y Grecia, cuerpo a tierra, apuntado
a la Esma, al lado del ombú de Adán Buenosayres…. Alberto lo cuenta…”
“A
los 8, conseguimos laburo en una matricería, para hacer cierres de bolsones, y manejaba
un balancín automático de 5 toneladas… No nos quedábamos a hacer horas extras
porque a las 18 pasaban por Radio Splendid las aventuras de Tarzán… Vivimos
también los Juegos Panamericanos: Delfo Cabrera, Fangio, Villorisi, Ascari, los
hermanos Gálvez, todo por la Gral. Paz…”
Después, los recuerdos del
Tata recrean un mundo de dichas compartidas: “Las camisetas del Campeonato Evita -de Independiente-, la pelota de
cuero con tiento… Inventamos los carritos de rulemanes y nos tirábamos desde el
Club Banco Nación… La murga que manejaba ‘el Peluqui’, la fogarata de San Juan,
la billarda, el balero… Ya empezaban a poner ‘Perón 1952-1958’ en los autitos
que ya eran como los verdaderos… Don Cesario, el correntino, que corría
alrededor de la lamparita de la esquina: ‘Sosegate, che María!!!’…”
“La
neblina a la mañana, camino al colegio… La sobrina de Miguel de Molina -Pura se
llamaba-, y la tía de Roger Helou que paseaban a su hermanito, y con Jorge las
acompañábamos… Te das cuenta? Tendrían 7 años las chicas… Cuando baldeaban el
patio y se sentaban a descansar despatarradas,
nosotros nos tirábamos al suelo para pispear ‘algo’, y a mí me corrieron
con una escoba: ‘Chiquito degeneradooo’… El carbonero de la esquina que puso
una biblioteca, y los ricos del barrio leían ‘Propósitos’, de Barletta… El
horno de cerámica que construyó mi viejo, y nosotros lo ayudábamos a hacer los
resortes para la resistencia con alambre kanthal… El Ford T que armó en la
sapie donde dormíamos todos… La parra de uva chinche…, el lecherito que las
adolescentes distraían y las viejas le afanaban la chele…”
El cierre es contundente y elegíaco: “Los juguetes para Reyes y el pan dulce y la
sidra para las fiestas que nos mandaba Perón, qué alegría! Cómo no voy a ser
peronista!... ‘Zambas, sí/penas, no’, es el primer recuerdo que tengo de una
canción, será por eso que soy feliz…”.
Pienso que los 20 años que hay
desde que los Cedrón se mudaron a Mar del Plata hasta que nosotros llegamos a
Saavedra, son los que van desde el golpe del ´55 hasta los años finales de la
proscripción del peronismo, con las calles vaciándose de juegos y de niños, con
la gente cada vez más metida adentro de sus casas… Para ir saliendo –primero de
a poco, y luego masivamente- después de haber resistido en las cocinas
peronistas, tomando mate y aprendiendo historia con las abuelas, los padres y
los tíos porque “Los vencedores escriben
la historia y los vencidos la cuentan”. Porque los “años felices”
perduraron en la memoria –que es como un poncho enorme que nos cobija a todos-,
y nunca faltó una guitarra para seguir cantando zambas…
Carlos Semorile