miércoles, 21 de septiembre de 2011

“Mañana, si amanece lindo…”



Uno de los temas que este espacio quiere privilegiar es todo cuanto refiere a nuestras escuelas, a nuestros maestros, a la experiencia de enseñar y aprender. Este es el relato de una maestra y es el relato de un inicio hace 25 años, escrito hace 25 años, en una escuela rural argentina. Ella, Cecilia Vaisman, tiene la palabra.


Lunes 1 de setiembre. 1986. 22.15 hs.

Llegar con sueño al pueblo y encontrarse con que había llovido bastante el fin de semana, no es lo mejor que le puede pasar a alguien que tiene que atravesar 70 km de camino de tierra para llegar a su hogar/trabajo/escuela y, mucho menos, si ese alguien es una “chica de asfalto” y temerosa como yo.

Fuimos coleando en la camioneta hasta lo de un tal Sánchez, primero por el camino de siempre, pero después por una callecita angosta de agua y barro; barro, agua y cunetas.

Luego a la Escuela 20, de acá para allá, rozando los bordes y dejando estela entre la huella patinosa. Ahí, los mates de la espera, más tarde las patinadas a pie hasta La Unión-almacén de ramos generales con equipo de radio-llamada, de ahí por radio a La Choza –puesto más cercano al lugar de destino-. Mientras la tormenta seguía acercándose.

A las tres de la tarde, un sulky y un jinete, Don Pascual Bailón Rodríguez en el rodado –un paisano viejo de esos que se escupen las manos a cada rato, con un montón de nietos-alumnos de acá y de allá-, el jinete, uno de esos nietos, Miguelito, funcionaba como tranquerero y acompañante. Cargar las cosas y salir rápido, antes de que se largue… Bajar por la cuneta en el sulky, cruzar charcos, terrenos desparejos. Boba, la pobre vieja y fea yegua de tiro, se quedaba y recibía continuos latigazos ante los que yo no podía disimular mis gestos de dolor. Tensión y miedo, miedo e incertidumbre.

A mitad de camino, los rayos se aparecían sin que yo quisiera mirarlos, cerca, muy cerca… fueron nueve, once, trece o treinta y cinco, no sé. Mucho más miedo. Enseguida los gotones. El problema no era mojarme o embarrarme yo, ni los libros ni la ropa; el tema eran los rayos, los desniveles, el sulky viejo y destartalado, la pobre yegua, el paisano abuelo, Miguelito. Ya no me entraba más miedo en el cuerpo, pero a la vez, extrañamente, me gustaba todo eso, igual que las patinadas en la camioneta.

Al fin, el chaparrón y La Choza aparecieron casi juntos. Luego el barro, los mates, el hambre.

Más tarde, lomito de chancho adobado, chorizo casero, puré y vino. Después el café y “la escoba del 15”, pero antes de esto, la charla de un paisano viejo abuelo que llegó acá hace cuarenta y tantos años de croto y tuvo siete hijos y dieciséis nietos ¡casi nada!

Entre los mates, el vellón de lana negra que capaz me toque hilar.

Y ahora, por fin la cama, en una pieza con techo de madera y ladrillos. La lluvia, la vida, las ganas de quedarme y compartir de algún modo esto. Mañana, si amanece lindo, la escuela… ¿qué más?...