Creo que uno de los primeros hitos en mi vida debe haber sido cuando aprendí a tejer. O uno de los primeros hitos que recuerde porque sin duda antes hubo el aprender a caminar, a leer y a escribir. También a contar, por cierto. Pero conservo sólo una vaga idea de cómo sucedió todo eso. Sí puedo evocar de manera muy nítida encontrarme en la sala de mi casa en el sofá con mi madre, muy cerca para alcanzar a ver sobre su hombro cómo funcionaba esta maravillosa cosa que me iba a permitir tener una bufanda ¡hecha por mí misma! Había esperado ansiosa ese momento ya que el trato era que primero ella cocinaba y luego me enseñaba. De modo que la clase tuvo aroma a deliciosa comida preparándose en el horno.
No recuerdo, ni en los diversos trabajos que he tenido en mi vida, haber visto tanta diversidad de mujeres y entendiéndose de manera tan generosa como en grupos de tejido. Me acuerdo perfectamente de varias compañeras de un curso de crochet que tomé hace unos años: había una economista jubilada que estaba aprovechando su tiempo libre en solamente darse gustos; una diseñadora de vestuario con ganas de creaciones nuevas, una estudiante de liceo aficionada a la confección de monitos japoneses, una dueña de casa con su hija adolescente que compartían el entusiasmo de los hilos. Había también una ingeniero civil. Venía a clases en moto. Usaba un traje acolchado de cuerpo entero estilo Kill Bill y aparecía con casco en mano y su bolsito con palillos. Solucionaba todo con fórmulas matemáticas. Cuando nadie tenía muy claro con cuántos puntos empezar y cómo ir aumentando y disminuyendo para lograr el resultado definitivo, ella compartía la solución que había descubierto: había que calcular que el número inicial fuera un múltiplo del número que una necesitara al final y funcionaba. Optamos todas por creerle y admirar su estrategia. No sé cuántas las utilizaron.
El tejido ha sido practicado por todas en todas partes y en todo momento. Permite tener un vínculo con cualquier mujer como dignas herederas de Eva. Más aún, hasta las diosas tejieron y el que no me crea que vea la imagen más arriba. Y de más está decir que tiene todos los adjetivos positivos existentes: es creativo, recreativo, productivo, permite distraerse, entretenerse, relajarse. Es el único trabajo que admite atención en él pero sin mezquinar la concentración. Yo tejo escuchando música y disfruto cada nota con cada punto en una armonía perfecta. Mi madre tejía viendo seriales policiales. Contaba, sumaba, restaba y al mismo tiempo descubría quién era el asesino.
Pero más allá de sus cualidades, este oficio es además un lazo afectivo que conduce hasta las raíces. Es saber de dónde vengo, recordar lo que me enseñó mi madre y que a su vez le había enseñado su madre, rememorar a mi abuelita (Dios, ¡cómo echo de menos a mi abuelita!). Pero también a mi bisabuela, mi tatarabuela, alguna tía o prima cuyo nombre ni conozco pero que seguramente también se sentó junto a una niñita, como yo, entusiasta y admirada del mundo de las mujeres grandes, a transmitirle lo que a ella le habían enseñado.
Tejer es amar. Es amar su identidad, su origen. Pensar con amor en la chimenea del hogar de su infancia al calor de la cual imaginó su futuro, en la llegada de la primavera para poder usar por fin el chaleco nuevo de algodón, en las tartas de manzana y en el piano como música de fondo. Tejer es amar a las personas que tejieron antes que una. Es amar a las personas para las cuales una está tejiendo. Y tejer es también amarse a sí misma. Amar su propia creatividad, su propio tiempo, su propia sencillez y sus propias memorias.
Val