En 1934, Ricardo Rojas estuvo durante
cinco meses en la Isla Grande de Tierra del Fuego en calidad de preso político.
En aquel confinamiento escribió una serie de artículos sobre aquella comarca
que, en su americanismo, él prefería llamar “Onaisín”. De su estadía en el sur,
Rojas hizo, como siempre, un llamamiento para volver argentino lo argentino
(“De nada vale declamar contra las infiltraciones extranjeras, más o menos
imperialistas, si los argentinos descuidamos nuestro deber”), y ese fervor
nacional es lo que puede leerse en las páginas de “Archipiélago”. El libro
conoció un par de ediciones en vida del autor, y luego vivió un letargo de
callados anaqueles de donde lo rescató la interesada mirada de Federico
Gargiulo, alma mater de la editorial Südpol. La nueva edición se presentó el
viernes pasado en la Biblioteca Nacional, bajo el amoroso resguardo de los
trabajadores de la Casa Museo de Ricardo Rojas, un colectivo de mujeres y
hombres que obran el milagro de mantener funcionando un museo que, desde hace
años, mantiene sus puertas cerradas al público.
Desde que los conozco, puedo asegurar
que no han cesado de peticionar y de gestionar para evitar el colapso de la que
fuera la casona de Rojas, un solar de exquisito diseño acechado por derrumbes,
humedades y otros imponderables que constantemente ponen en peligro el
patrimonio que ella conserva. Cual metáfora del conjunto de nuestra vida
cultural, se desconoce todo lo que “la casa” atesora y que aún no ha podido ser inventariado en su
totalidad. El Museo sobrevive en un limbo de desidias parecido al que se
retrata en “Archipiélago”, desenvolviéndose por sus propios medios, lo que
equivale a decir que descansa en la energía que le insuflan las voluntades de
sus trabajadoras y trabajadores. No está nada mal ese amor, tan parecido por
otra parte al que todos los hacedores culturales derraman en cada proyecto que
llevan adelante, dejando en ellos alma y vida. Pero tampoco está mal decir que
el Estado tiene obligaciones y que, si las descuida, “de nada vale declamar
contra las infiltraciones extranjeras, más o menos imperialistas”. Para ser más
preciso: a todos nos persigue una conocida frustración, la de percibir que
nuestras tradiciones culturales no son honradas plenamente.
Los isleros de la Casa de Ricardo Rojas
siguen dando el ejemplo, juntándose en sus casas a falta del Museo, reeditando
una obra y preparando otras. Ricardo Rojas no es una pluma menor de nuestras
letras, y aunque tardíamente se haya colocado a la derecha de sí mismo, sus páginas
nacionales no deberían andar como islotes a la deriva, desintegradas del
continente del Pensamiento Nacional.
Carlos Semorile