Como alguna vez dijera Miguel Cané, habitualmente
se tiene la sensación de que “Publicar un libro en Buenos Aires es como recitar
un soneto de Petrarca en la Bolsa de Comercio”. Efectivamente: una vez pasadas
las adrenalinas de las inscripciones, la imprenta y la eventual presentación,
el texto queda sometido al ingrato destino que le tiene reservado el actual
sistema de distribución y venta de la mercancía “libros”. Las grandes cadenas,
no podía ser de otro modo, vienen provocando grandes pérdidas. La de los
libreros, desde ya, pero también la de los títulos: si usted no se apura a
buscar la obra recientemente editada que le interesa, lo más probable es que
“los despachantes de libros” no sepan a qué sótano ir a buscarla. No exagero: en
los exhibidores, hasta los best-sellers tienen menos vida útil que un “tweet”,
y esto es así porque las mega-editoriales vienen usando a las librerías como
verdaderos depósitos para sus fabulosos tirajes. Claro que estas cifras excitan
a los chochamus de “las industrias culturales”, quienes elaboran gráficos en
base a los datos de la Cámara del Libro y otras fuentes igualmente prestigiadas.
Siguiendo estas deliciosas curvas uno podría pensar que estamos en el mejor de
los mundos: se edita, se vende y se lee. No vaya a creerse que estoy diciendo
que la situación no ha mejorado, sobre todo desde el momento en que esos
indicadores reflejan un efectivo repunte del mundo editorial. Sin embargo, si
pensamos estos problemas tan sólo en términos de “industrias culturales”, es
probable que terminemos creyendo que el país nunca anduvo mejor que cuando se lanzaban
20 manuales para self-managements por semana, olvidando que en misma época
nadie tenía un mango.
Es evidente que hay un cierre “por
arriba” que deja conformes tanto a las grandes empresas como a un sector de
funcionarios estatales que andan con el paradigma cambiado. ¿Cómo se sale de
esto? Me gusta imaginar que es posible la formación de una red nacional de Librerías
Compañeras, una bien esparcida serie de locales a cargo del Estado en la cual
sería posible encontrar, en cualquier punto del país, las producciones
regionales, locales y nacionales. Las Librerías Compañeras con las que sueño
podrían ser construidas por el/los estados nacional/provinciales (evitando ad infinitum el sovietismo en lo
edilicio), o ser adecuaciones de algunas ya existentes (que habría que
comprarles a los privados), pero en cualquier caso no deberían dejar de tener
su café/salón de lectura y su eventual espacio para las presentaciones. En
ellas, el lector interesado en la vida nacional, podría encontrar todo lo que
la inteligencia argentina es capaz de generar para ser leído y aprovechado por
los compatriotas. De este modo, el chaqueño podría acceder a lo que escribe el
chubutense y el patagónico tendría en sus manos un volumen editado en Formosa o
Jujuy, quebrando de ese modo el aislamiento al que nos condena la dependencia
de las actuales cadenas de distribución y venta (una de ellas, será de Dios,
acaba de ser comprada por el Monopolio). Como mi sueño es mío, no imagino
locales pobres ni en la oferta ni en lo tecnológico: las Librerías Compañeras
contarían con un servicio de consulta online para que los autores puedan saber
en tiempo real el estado de sus ventas y la localización de las mismas,
terminando así con la maldita costumbre de las casas editoriales de fumarse las
ganancias de los escritores (mínimas, por otra parte). Además, esta
digitalización permitiría que los lectores pudiesen consultar o colaborar con
los autores que así lo deseen: no son pocos los libros que terminan admitiendo
baches debido a que las grandes distancias, y la falta de recursos para
salvarlas, hicieron imposible la toma o la constatación de datos en lugares
alejados, y no son pocos los lectores dispuestos a salvar esas lagunas. El
libro que viviera su existencia dentro del sistema de las Librerías Compañeras
pasaría, ahora sí, a ser una obra verdaderamente nacional, tanto por su creador
como por la certeza de llegar a sus destinatarios naturales.
Desde ya, quedarían excluidas las
producciones que ya tienen su propio y aceitado circuito de comercialización, porque
las Librerías Compañeras vendrían justamente a quebrar el monopolio de la
distribución que hace que en un país fuertemente republicano -y, si se quiere,
hasta jacobino- los niños terminen leyendo sobre príncipes y castillos. Otro
punto sería el de los descuentos a aplicar: no deberían superar el 30% para los
editores independientes (para que de este modo puedan reinvertir parte de la
ganancia en nuevas ediciones), pero podrían llegar al 50% en el caso de
editoriales más consolidadas o inclusive en el caso de las Universidades
Nacionales o Provinciales que sí están en condiciones de aceptar una quita
mayor. ¿De qué vivirían entonces, se me pregunta? De lo mismo que viven el
resto de las librerías a las que no les va nada mal, pero además se las debería
tener en cuenta a la hora de todas las exenciones impositivas habidas y por
haber (el libro, para empezar, no paga IVA). Por mi parte, estoy convencido de
que los índices que manejan los “industrio-culturosos” adolecen de falta de
país, y de que existe una avidez tal de temas nacionales que las Librerías
Compañeras serían un éxito. Pero si así no fuera y si la Nación o las
Provincias debiesen “bancarlas”, pues bienvenido sea el Estado a sus genuinas
funciones de reparación social y cultural. ¿O acaso estas Librerías no se
llaman Compañeras?
Carlos Semorile