Una amiga del secundario
me cuenta que los actuales moradores de nuestro Nacional de Vicente López se
proponen relevar historias cotidianas del colegio durante la época de la Dictadura. Parece,
entonces, que el pasado siempre acecha y que es tarea del presente conjurarlo,
darle un orden, hacer un relato. Es lo que sigue a continuación: la narración
de un dolor antiguo y un homenaje a quien no supimos, no pudimos, o no
quisieron –otros no quisieron– prestarle una mínima esperanza en el porvenir.
Creo que estábamos en tercer año, o sea 1978. A la profesora de
literatura ya la conocíamos del curso anterior: buena mina, genuina vocación
docente, enamorada de algunos autores que, misterios de la currícula castrense,
nos dejaban leer. Hablo de “Relato de un náufrago”, de García Márquez, que es
el folletín de un marino mercante que sobrevive diez días en el mar, sin comida
ni bebida, luego de un naufragio de la armada colombiana. El tipo se salva y
pasa a ser ídolo nacional: lo condecoran, lo besan las reinas de la belleza y,
si mal no recuerdo, hasta le dan casa y dinero. Pero en las entregas de su
historia, que Gabo va escribiendo y publicando, salta que el buque naufragó
porque llevaba demasiadas toneladas de mercancías de contrabando. Escándalo. Le
sacan la casa, la pensión, las reinas ya ni lo miran, y vuelve a su mísera vida
de antes, pero peor porque ahora está estigmatizado. Pregunto: ¿cómo nos
dejaron leer esto los milicos? ¿Acaso creían que ellos eran tan distintos de
los corruptos marinos colombianos? ¿O fue una sutileza de la Blaustein, que logró contrabandear
a García Márquez para que al menos tuviésemos una idea de lo que nos estábamos
perdiendo?
El año anterior, ahora que lo pienso,
también nos puso cara a cara con la historia de la mano del “Martín Fierro”. Un
embole, dirán algunos. Pero no. La
Blaustein nos paseó con maestría por el poema, y entonces ya
no era una épica de tiempos idos y gauchos muertos, sino lo que ha sido y será
toda la vida: un alegato de la puta madre que lo parió. Un maravilloso y
trágico retrato de las injusticias y los heroísmos argentinos. Revisen nomás
los autores que han escrito al respecto: Borges, Martínez Estrada, Jauretche,
Hernández Arregui, Carlos Astrada, etcétera. La lista es larga y mi sapiencia
es corta. Pero, además, la profe nos tiraba data extra sobre el senador José
Hernández, sobre su rol como periodista, sobre sus compromisos. De ahí a
descubrir que se opuso a la
Guerra de la Triple Alianza había un solo paso. Ella, que por
obvias razones no nos podía llevar hasta ese conocimiento, al menos nos
señalaba el bondi que nos dejaba en la puerta.
Pero un día no se aguantó más. Llegó
distinta, no diría que más enérgica que otras veces porque era una persona
dinámica, pero tal vez sí más embalada. Pensándolo ahora, supongo que estaba
cabreada, algo la había enojado mucho. La clase comenzó con esa tensión en el
ambiente. Éramos tan infantiles que creíamos que el mundo se acababa cuando
alguien nos decía “saquen una hoja”. Y sin embargo, ella agarró para otro lado
y al rato fue volviendo a su verdadera naturaleza. Se dulcificó. Comenzó a
hablarnos como nadie que yo recuerde nos habló en todos esos años. Abrió su
corazón y nos dijo que no le gustaba la comunidad en la que todos vivíamos, que
la oprimía, que soñaba con una sociedad de iguales, sin hambre ni miseria, sin
explotadores ni oprimidos, sin importarle que llevase el nombre de socialista,
comunista, o cualquier otro. Mientras hablaba, sus propias palabras la iban emocionando.
Es fácil ahora entender por qué: en el medio de la más feroz represión, se
estaba permitiendo un acto de libertad. Me parece como si la estuviera viendo,
buscándonos la rebeldía en los ojos, tratando de encender los espíritus que se
mantenían apagados como fuegos del cuaternario. Ella vibraba y nosotros, sus
alumnos, callábamos. Con ese silencio cobarde le estábamos diciendo que su
sueño nos era ajeno, desconocido y peligroso. La vimos apagarse. El clima se
enfrío de nuevo, desapareció la dulzura, y en un último intento nos preguntó
directamente si no nos gustaría vivir en una sociedad diferente. Le contestamos
con el miedo. Pero no se dio por vencida: “¿En serio ninguno de ustedes sueña
en vivir en un mundo más justo?” No se alzó ninguna mano. La profesora
Blaustein contuvo sus lágrimas, nos dijo que la decepcionábamos, agarró su
cartera, y se marchó mucho antes del timbre. Nos dejó solos con nuestro terror,
y esta mala conciencia de no haberle agradecido nunca por haber pensado en
nosotros y en lo que nos estábamos perdiendo.
Carlos Semorile