Este texto forma parte del libro
Fracturas de la memoria escrito por Maren y Marcelo Viñar y publicado por editorial Trilce (1993). El libro completo está disponible en el sitio de la editorial. Publicamos acá una contribución de la psicoanalista Maren Ulriksen de Viñar (pp. 18-22) referida a infancia y dictadura.
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Los ojos de
los pájaros
a.
D.V.
Siempre está
allí, ante mí, ese montón de papeles. Nunca encuentro un momento para echar un
vistazo a esas hojas amarillentas, gastadas por el tiempo. Tendría que tomar la
decisión de tirarlas a la papelera, al olvido.
Sin embargo, un libro que se
encuentra entre esos viejos manuscritos retiene mi atención. Es el informe de
un congreso. Era en Punta del Este, en 1970, justo antes de Navidad; el verano
uruguayo comenzaba, esplendoroso, y las playas se llenaban de veraneantes. Nos
encontrábamos en el Hotel Casino San Rafael imitación caricatural de un
castillo renacentista.
Recorro varios artículos; veo el nombre de nuestro
equipo en hermosos caracteres. Trabajábamos bien... Leo: "Angustia de
alienación... en un grupo de niños se ha creado progresivamente un clima de
terror... uno de los niños se ha convertido en el jefe asesino... Rafael, con
las manos llenas de pintura roja, juega a ser el torturador. Ataca sádicamente
al más pequeño del grupo". Me pregunto de dónde provenía la violencia de
esas palabras para nombrar el comportamiento de Rafael. Sin duda, comenzábamos
a presentir, sin saberlo, lo que íbamos a vivir en los años venideros.
Vuelvo
como en un ensueño a las primeras páginas del libro: "Nuestro destino, el
del continente latinoamericano... depende de la ciencia. La cultura en ciencias
humanas constituye el fundamento de la valorización de los recursos humanos...
Y en ese sentido, la psiquiatría... cumple un papel de capital importancia en
la posibilidad del hombre de participar plenamente en el proceso de desarrollo
de la civilización humana". Esas palabras de inauguración del Congreso
fueron pronunciadas por el rector de la Universidad de la República, ingeniero
Oscar Maggiolo. Hace pocos meses, nos enteramos de su muerte en exilio, en
Caracas.
Intento cerrar el libro con un gesto brusco, pero este permanece abierto
en la última página. Automáticamente, mi mirada se detiene en la inscripción:
"Impreso en los talleres de la Comunidad del Sur, Montevideo, agosto de
1971". Había atendido a algunos niños de esa comunidad: Alejandro... y
otros. Alguien me dijo que Alejandro vivía en Barcelona; los otros en Suecia o
en Australia todos expulsados por el régimen.
Súbitamente,
la curiosidad me empuja hacia el paquete abandonado. Encuentro mi viejo
cuaderno azul de notas. Allí donde estuvo guardado, las polillas tuvieron todo
el tiempo necesario para hacer su lento trabajo de borramiento, sin ser
molestadas. Logro reconocer, en esa escritura deslavada, el nombre de los niños
que conocí hace algunos años.
La primavera desplazaba rápidamente al invierno.
Aquella mañana, los primeros rayos del sol penetraban por la ventana entibiando
el ambiente. Afuera, en el jardín, las gotas de rocío me dirigían brillantes
guiñadas. Hacía poco que nos habíamos instalado en esa vieja y confortable
casa; aún olía a pintura fresca. Al fin tenía mi rincón donde podía trabajar tranquila,
aislada de los ruidos del exterior.
Ese día, esperaba a la señora A. Venía
"por un simple papel". Su marido estaba detenido por motivos
políticos. Las autoridades de la cárcel exigían que un médico especialista
explicara las razones psicológicas que justificaban una autorización de visita
para su hijita. En la cola de la visita de la cárcel, la señora A. conoció a
otra madre a quien yo había hecho un certificado de ese tipo, y fue ella quien
le dio mi dirección. Sentí cierta inquietud al preguntarme cuántos certificados
habría hecho ya. Sería necesario –me dije– encontrar otros colegas con quienes
compartir esa tarea. Estaba segura que debían controlar los nombres de los
médicos que hacían tales certificados. "Me dijeron que era sólo una
cuestión de rutina...", me explicó la madre al darse cuenta de mis dudas.
Verdaderamente estoy exagerando, pensé. ¡Sentirme perseguida por tan poco luego
de tantos años de análisis!
Vuelvo a encontrar mi cuaderno azul sobre el
escritorio. Matilde... Veo todavía sus cabellos y sus ojos de azabache. Tenía
siete años cuando su padre fue detenido, pero era "demasiado grande"
para compartir la visita con los más pequeños en el patio de la prisión. Desde
hacía varios meses no podía besar a su padre, ¡ella, la única niña, la mayor de
sus hermanos! Estaba obligada a la interminable espera junto a su madre y solo
podía hablar con su padre a través de un vidrio, utilizando un teléfono que alcanzaba
a duras penas. Se dice a sí misma, en forma decidida: "Voy a obligarme a
llorar". Algunas semanas después, me cuenta en secreto que logró entrar
con sus hermanos pequeños. "No me costó nada, lloraba de verdad y bien
fuerte... Me tire al piso... Los soldados tuvieron miedo al verme así y me
dejaron entrar con los chiquitos... Le preguntaron a mamá si me había hecho ver
por un psiquiatra."
Durante tres días seguidos, el barrio es allanado.
Había por lo menos seis soldados, metralleta en mano, en el fondo del jardín.
Mi hijo y sus amigos jugaban en la arena. Estaba preocupada por ellos y no pude
contenerme: "¡Pero no ven que solo hay niños!". No lograba disimular
mi rabia, pese a las precauciones que uno cree que debe tomar en esas circunstancias.
Por cierto las cosas habían cambiado. Ya no se podía pasear tranquilamente por
la ciudad; era peligroso salir sin documentos. Mirábamos con recelo a nuestros
vecinos, a nuestros conocidos, incluso a quienes nos consultaban La sospecha,
el miedo, el temor a la denuncia nos invadían poco a poco. Pero nada de eso se
traslucía en las reuniones de trabajo ni en la producción escrita.
María José
era una paciente que me daba mucho trabajo en las sesiones. Me hostigaba sin tregua.
Cuando se ausentó durante dos semanas, sentí cierto alivio. Su madre me dejó un
lacónico mensaje: "Problemas familiares" . Cuando volvió, María José
me contó que una tarde los militares ocuparon la casa buscando a su padre. Al
otro día, no había nada para el desayuno. La madre quiso ir de compras, pero ni
ella ni los dos hermanos mayores fueron autorizados a salir. Fue María José, de
apenas seis años, quien pudo salir a hacer los mandados. Escondió en su zapato
un pedazo de papel en el que la madre le anotó un número de teléfono. Desde el
almacén del barrio, previno a su padre de que no viniese a la casa. Luego,
volvió con el pan y la leche. Los militares esperaron en vano varios días y por
fin decidieron irse.
Estábamos en invierno. Irrumpieron en plena noche.
Registraron por todos lados, tiraron todos los papeles al piso en desorden,
dieron vuelta los cajones, desperdigaron los objetos. Todo ello no tenía
importancia, si no fuera que estaba sola, sin siquiera poder encontrar la vieja
estilográfica que no nos abandonaba nunca. Pablo dormía y no se despertó.
Mañana, deberé explicarle lo que sucedió. No sé si encontraré las palabras para
decirle que su padre ya no está.
Pablo sabe que, por primera vez, podrá visitar
a su padre en la cárcel. Prepara con dedicación un regalo: un cenicero en
cerámica, fabricado por él mismo. Lo pinta de rayas multicolores. Preocupado,
me pregunta: ¿Crees que papá se dará cuenta que entre las rayas pinte nuestra
bandera? En efecto disimulado entre las rayas, había pintado el símbolo del
frente político al cuál pertenecía su padre.
Estaba agotada, cuando en ese
momento me hacía falta una sobredosis de lucidez para evitar cualquier paso en
falso. No podía dejar de trabajar; la vida debía seguir normalmente. Esa misma
mañana una madre me había llamado por teléfono, pidiéndome una consulta
urgente. Su nombre me decía algo; debía ser la esposa de ese antiguo diputado
cuyo nombre y foto habían aparecido en el comunicado de las Fuerzas Conjuntas
de la noche anterior.
En la tarde, recibí a Rodrigo, un hermoso niño de seis
años, vestido como todos los escolares con túnica blanca y una gran moña azul.
Su madre estaba deprimida y sin trabajo. Su padre había dejado la casa para pasar
a la clandestinidad. Desde entonces, Rodrigo retrocedía en su trabajo escolar,
presentaba una incontinencia urinaria y le había robado dinero a su abuela.
Durante la sesión, Rodrigo no logra hablar. Esta allí, tenso, inmóvil, sentado
en la silla, las manos en los bolsillos. Lentamente, saca una mano y me muestra
un paquete de caramelos. Se pone uno en la boca y lo chupa. De pronto, su
rostro se transforma, algo se le atraganta, queda bloqueado. Permanece así, su
mirada fija en la mía, paralizado de terror, mientras las lágrimas caen de sus
ojos.
Doy vuelta la página de mi cuaderno azul. Veo el nombre de Sofía. Insistente,
el recuerdo de aquella lejana mañana ocupa cada vez más mi pensamiento. Había
decidido llevar a los niños al parque. Aquel domingo de mañana la ciudad, aún
vacía, despertaba tranquilamente. Tome el camino habitual. Más allá del Palacio
Legislativo, distinguí el viejo edificio de la Facultad de Medicina,
puertas y ventanas cerradas, vacío desde hacía meses. Un poco más adelante,
aceleré al pasar frente a la clínica en la que había trabajado tantos años, y
donde ya no había lugar para mí. Un poco más lejos, se levantaba un largo muro
blanco, la puerta barroca de hierro forjado custodiada por dos ametralladoras
y, en el fondo del parque, rodeada de palmeras y magnolias, la silueta de la
gran residencia, sede del Comando del aparato represivo. Tres veces por semana,
centenares de hombres, mujeres, niños y viejos esperaban, haciendo fila en la
vereda, alguna noticia, una carta o un paquete de ropa sucia de sus familiares desaparecidos
o detenidos. Todo parecía tranquilo esa mañana. Más allá de las residencias,
después del puente, se extendían los barrios populares. A mi derecha, dos
topadoras limpiaban el terreno. Sólo quedaban escombros del monumento
construido colectivamente en memoria de los ocho obreros asesinados en aquel
local.
Sofía permanece asociada a esos recuerdos. Tenía cinco años. Aún la veo.
Su padre está preso. En cada visita, Sofía le lleva los dibujos que contienen
lo esencial de lo que quería decirle. Sus dibujos son censurados sistemáticamente
en la entrada. Un día, la mujer de la guardia tacha con tinta negra las
golondrinas que anuncian la llegada de la primavera. "Está prohibido
dibujar palomas", le dice en tono severo. Desde entonces, Sofía no dibuja
más pájaros, pero dibuja numerosos pares de pequeños círculos entre las ramas
de los árboles.
Son los ojos de los pájaros que están escondidos.
Afuera, la
bruma que asciende atenúa la luz de este atardecer parisino. Guardo mi cuaderno
en la biblioteca y hago pasar a Laura. Tiene cuatro años. Hablamos de la
posibilidad de un viaje para visitar a su padre que está preso desde antes de
su nacimiento. Me dice: "Quiero ir a ver a papá... voy a llevar un regalo
sorpresa para los malos" y dibuja un paquete atado con una cinta.
"Sabés, este regalo, tiene una trampa. Lo van a abrir y ¡boommmm! las
estrellas". Con orgullo, levanta su puño cerrado.
Casi sin pensarlo
permanezco adherida a ese sueño que, sin ser mío, no es diferente del mío.
Somos llevados por miles de globos de colores, a través del océano en un largo
viaje. Ayer, volví a ver a Ana. Nos conocimos hace tiempo Cuando solo tenía
tres años, la pequeña fue testigo desde la puerta de su cuarto de la
destrucción de libros y muebles, de los insultos a su madre embarazada, de los
gritos, patadas y culatazos propinados a su padre para hacerlo salir de la casa
y llevarlo por la fuerza a un lugar desconocido. Ana tiene ahora seis años.
Dibuja una niña con globos en la mano. Me dice con aire audaz: "Voy a ir
con mi maestra, a soltar estos globos sobre el mar... creo que van a llegar a
otros países porque son globos que no revientan. Sobre el globo está el nombre
del niño y de la escuela. Estoy segura que el que lo encuentre responderá... Quisiera
que llegaran a lo de Alicia, mi amiga; vive justo enfrente a mi casa, allá.
Recibí tres cartas de Uruguay... Agarro tres globos y los mando a la casa de
mis abuelos... Creo que los globos todavía no pueden llegar hasta donde está mi
papá... todavía no, pero algún día".
M.U.
de V., París, 1980