No es que tenga competencias
especiales pero me atrevo. Me atrevo porque me gusta. El cine y no precisamente
el “tacataca” aunque de joven supe jugar y acompañar a otros que jugaban en el
viejo bar de un pueblo de Francia bastante parecido al que se ve en esta
película: “Metegol” de Juan José Campanella, estrenada hace unos días en Buenos
Aires.
Sé que se han escrito páginas al
respecto y que el evento fue anunciado con bombos y platillos como se usa en
estos casos. Pero los únicos bombos y platillos a los que soy sensible son los
de la murga de mi barrio y los tolero sólo por eso, porque son de la murga y son
de mi barrio. Resultado: no vi los “trailers”, no leí los artículos
especializados y casi no me entero de la existencia de la película si no fuera
porque tengo una hija pequeña y que al pasar frente a un afiche, me ofreció
gentilmente que la viéramos y la vimos; como corresponde, en familia, en un
cine patrocinado por el Estado, a bajo costo, y no en un Shopping donde las
entradas cuestan hasta cinco veces más gracias al eficaz apoyo de Mc Donald’s and
Co.
Cabe recalcar que en el cine
había quizás más adultos que niños. Claramente se colaron los abuelos, además
de los padres, los tíos, los primos y los amigos. No me pronunciaré al respecto
pero es un dato a tener en cuenta: el público de “Metegol” tenía ese día todas
las edades y había más de una cabeza blanca en la sala. ¿Qué fueron a ver?
Como se sabe la historia se basa
en un cuento de Roberto Fontanarrosa (“Memorias de un wing derecho”). Y a lo
mejor es por eso, por el apego de Campanella a Fontanarrosa, que la película brilla
no sólo por su imagen sino también por su idioma. Ese idioma es el idioma de
los argentinos. Es el habla popular de los argentinos. No solo de los porteños
ya que hay cabida para distintos acentos según el origen de los personajes que
van apareciendo. Y también hay cabida para múltiples matices según se
expresen los jugadores de futbol o el resto de los habitantes del pueblo. Que
se haya preservado el idioma “local” es algo inédito por no decir insólito en
el cine de animación que se difunde habitualmente en América latina. Por una
razón básica: el cine dirigido a un público infantil difundido en América
latina es fundamentalmente un cine extranjero subtitulado o doblado en español
neutro para su máxima comercialización… Más allá del “encanto” que esto puede
producir (oír hablar a los personajes como uno oye hablar en las calles y/o en
la cancha), esta elección de Campanella hace lo que yo llamaría la entereza de
su película. La total coherencia entre la historia que se cuenta y el cómo se cuenta.
Esa historia tiene que ver con
nosotros. Con nosotros argentinos, uruguayos, chilenos, peruanos, bolivianos,
paraguayos, colombianos, latinoamericanos. Puede gustarnos el futbol y puede no
gustarnos. La película tiene múltiples entradas. Mirada de cierta manera es la
historia de un pequeño pueblo destinado a desaparecer. O sea es la historia que
semana tras semana, nos cuenta Julio Hurtado en su columna. La historia de cómo
se destruye una calle, un barrio, una ciudad
en nombre del “progreso” (al respecto, no está de más señalar un texto
de Roberto Arlt llamado “¿Para qué sirve el progreso?” de suma actualidad
aunque fue escrito hace mucho). Este pueblo tiene un bar. Un hermoso bar en el
que trabaja Amadeo, personaje central, que cuando no sirve las mesas, juega al metegol,
su pasión. Por distintas circunstancias que no viene al caso revelar, Amadeo –que
quizás se llame así por Wolfgang o quizás porque es alguien que ama– intentará
salvar al pueblo enfrentando en un partido de futbol al culpable del “mega
proyecto” que lo amenaza. Se trata ahora de un verdadero partido de futbol y ya
no de de jugar... En esa lucha que es
real y que es “con” la realidad, Amadeo no estará solo. Tendrá que constituir
su propio equipo.
Ese equipo también tiene que ver
con nosotros. Contar su composición antes de que el lector pueda ver la
película sería deshonesto. Pero en pocas palabras, ese equipo está compuesto por
gente común y uno que otro tránsfuga… A lo mejor hay más tránsfugas que gente
común pero “es lo que hay”. Y con eso que hay, como suele decir un artista
argentino, hay que hacer un equipo. Amadeo lo hace. Sabe que tiene pocas
posibilidades de ganar pero lo hace igual apoyado además por un equipo
miniatura: por cada uno de los jugadores de su viejo tacataca que han cobrado
vida. Esta parte de la película es un poema: la manera en que los dos equipos rivales
(de juguete) terminan conformando un solo y mismo equipo porque “lo que nos une
es mucho más que lo que nos separa”.
Es probable que uno siempre
encuentre lo que busca y yo encontré en esta bella película sobre futbol… una
metáfora de nuestras luchas latinoamericanas. Las de antes y las de ahora.
Porque de lo que se trata, en definitiva, es de tener una causa justa. De
defender un pueblo y a través de ese
pueblo, sus espacios, sus costumbres, su gente: defender un modo de vida. No
aceptar de brazos cruzados el modo de vida que otros nos quieren imponer como
el único posible. No se trata tanto –a mi juicio– de la lucha entre el bien y
el mal, aunque sin duda se puede descodificar la película en esos términos;
sino más bien de tomar conciencia de la desigualdad de la contienda y a pesar
de la desigualdad no renunciar… a lo justo. La idea misma de ganar o perder –que
evocábamos en la última columna– es cuestionada en la película, interrogada y
desplazada en relación a los parámetros más convencionales.
Quizás no sea un azar que la
reunión de los jugadores de juguete, una vez destruido el metegol, tenga lugar
en un basural. En un basural se dio inicio también a una historia trágica en
Argentina. Me refiero al año 1956 y a los fusilamientos de José León Suárez que
luego denunció el periodista Rodolfo Walsh. En esta película es en un basural
donde vuelven a reunirse los que alguna vez estuvieron unidos. Y eso también
tiene que ver con nosotros.
Volviendo al idioma. Quiero creer
que no se harán versiones en español neutro para que la película sea difundida
en otros países de América latina. Es cierto que nuestro idioma, de un país a
otro, tiene matices que merecen ser respetados y amados. Pero no es menos
cierto que, entre nosotros, siempre podremos entendernos. Es algo así como un destino.
Antonia García Castro
Publicado en Radio Universidad de Chile