viernes, 19 de julio de 2013

Los ojos de los pájaros - Maren Ulriksen

Este texto forma parte del libro Fracturas de la memoria escrito por Maren y Marcelo Viñar y publicado por editorial Trilce (1993). El libro completo está disponible en el sitio de la editorial. Publicamos acá una contribución de la psicoanalista Maren Ulriksen de Viñar (pp. 18-22) referida a infancia y dictadura.

***

Los ojos de los pájaros

a. D.V.

Siempre está allí, ante mí, ese montón de papeles. Nunca encuentro un momento para echar un vistazo a esas hojas amarillentas, gastadas por el tiempo. Tendría que tomar la decisión de tirarlas a la papelera, al olvido. 
Sin embargo, un libro que se encuentra entre esos viejos manuscritos retiene mi atención. Es el informe de un congreso. Era en Punta del Este, en 1970, justo antes de Navidad; el verano uruguayo comenzaba, esplendoroso, y las playas se llenaban de veraneantes. Nos encontrábamos en el Hotel Casino San Rafael imitación caricatural de un castillo renacentista. 
Recorro varios artículos; veo el nombre de nuestro equipo en hermosos caracteres. Trabajábamos bien... Leo: "Angustia de alienación... en un grupo de niños se ha creado progresivamente un clima de terror... uno de los niños se ha convertido en el jefe asesino... Rafael, con las manos llenas de pintura roja, juega a ser el torturador. Ataca sádicamente al más pequeño del grupo". Me pregunto de dónde provenía la violencia de esas palabras para nombrar el comportamiento de Rafael. Sin duda, comenzábamos a presentir, sin saberlo, lo que íbamos a vivir en los años venideros. 
Vuelvo como en un ensueño a las primeras páginas del libro: "Nuestro destino, el del continente latinoamericano... depende de la ciencia. La cultura en ciencias humanas constituye el fundamento de la valorización de los recursos humanos... Y en ese sentido, la psiquiatría... cumple un papel de capital importancia en la posibilidad del hombre de participar plenamente en el proceso de desarrollo de la civilización humana". Esas palabras de inauguración del Congreso fueron pronunciadas por el rector de la Universidad de la República, ingeniero Oscar Maggiolo. Hace pocos meses, nos enteramos de su muerte en exilio, en Caracas. 
Intento cerrar el libro con un gesto brusco, pero este permanece abierto en la última página. Automáticamente, mi mirada se detiene en la inscripción: "Impreso en los talleres de la Comunidad del Sur, Montevideo, agosto de 1971". Había atendido a algunos niños de esa comunidad: Alejandro... y otros. Alguien me dijo que Alejandro vivía en Barcelona; los otros en Suecia o en Australia todos expulsados por el régimen.
Súbitamente, la curiosidad me empuja hacia el paquete abandonado. Encuentro mi viejo cuaderno azul de notas. Allí donde estuvo guardado, las polillas tuvieron todo el tiempo necesario para hacer su lento trabajo de borramiento, sin ser molestadas. Logro reconocer, en esa escritura deslavada, el nombre de los niños que conocí hace algunos años. 

La primavera desplazaba rápidamente al invierno. Aquella mañana, los primeros rayos del sol penetraban por la ventana entibiando el ambiente. Afuera, en el jardín, las gotas de rocío me dirigían brillantes guiñadas. Hacía poco que nos habíamos instalado en esa vieja y confortable casa; aún olía a pintura fresca. Al fin tenía mi rincón donde podía trabajar tranquila, aislada de los ruidos del exterior. 
Ese día, esperaba a la señora A. Venía "por un simple papel". Su marido estaba detenido por motivos políticos. Las autoridades de la cárcel exigían que un médico especialista explicara las razones psicológicas que justificaban una autorización de visita para su hijita. En la cola de la visita de la cárcel, la señora A. conoció a otra madre a quien yo había hecho un certificado de ese tipo, y fue ella quien le dio mi dirección. Sentí cierta inquietud al preguntarme cuántos certificados habría hecho ya. Sería necesario –me dije– encontrar otros colegas con quienes compartir esa tarea. Estaba segura que debían controlar los nombres de los médicos que hacían tales certificados. "Me dijeron que era sólo una cuestión de rutina...", me explicó la madre al darse cuenta de mis dudas. Verdaderamente estoy exagerando, pensé. ¡Sentirme perseguida por tan poco luego de tantos años de análisis! 

Vuelvo a encontrar mi cuaderno azul sobre el escritorio. Matilde... Veo todavía sus cabellos y sus ojos de azabache. Tenía siete años cuando su padre fue detenido, pero era "demasiado grande" para compartir la visita con los más pequeños en el patio de la prisión. Desde hacía varios meses no podía besar a su padre, ¡ella, la única niña, la mayor de sus hermanos! Estaba obligada a la interminable espera junto a su madre y solo podía hablar con su padre a través de un vidrio, utilizando un teléfono que alcanzaba a duras penas. Se dice a sí misma, en forma decidida: "Voy a obligarme a llorar". Algunas semanas después, me cuenta en secreto que logró entrar con sus hermanos pequeños. "No me costó nada, lloraba de verdad y bien fuerte... Me tire al piso... Los soldados tuvieron miedo al verme así y me dejaron entrar con los chiquitos... Le preguntaron a mamá si me había hecho ver por un psiquiatra." 

Durante tres días seguidos, el barrio es allanado. Había por lo menos seis soldados, metralleta en mano, en el fondo del jardín. Mi hijo y sus amigos jugaban en la arena. Estaba preocupada por ellos y no pude contenerme: "¡Pero no ven que solo hay niños!". No lograba disimular mi rabia, pese a las precauciones que uno cree que debe tomar en esas circunstancias. 
Por cierto las cosas habían cambiado. Ya no se podía pasear tranquilamente por la ciudad; era peligroso salir sin documentos. Mirábamos con recelo a nuestros vecinos, a nuestros conocidos, incluso a quienes nos consultaban La sospecha, el miedo, el temor a la denuncia nos invadían poco a poco. Pero nada de eso se traslucía en las reuniones de trabajo ni en la producción escrita. 

María José era una paciente que me daba mucho trabajo en las sesiones. Me hostigaba sin tregua. Cuando se ausentó durante dos semanas, sentí cierto alivio. Su madre me dejó un lacónico mensaje: "Problemas familiares" . Cuando volvió, María José me contó que una tarde los militares ocuparon la casa buscando a su padre. Al otro día, no había nada para el desayuno. La madre quiso ir de compras, pero ni ella ni los dos hermanos mayores fueron autorizados a salir. Fue María José, de apenas seis años, quien pudo salir a hacer los mandados. Escondió en su zapato un pedazo de papel en el que la madre le anotó un número de teléfono. Desde el almacén del barrio, previno a su padre de que no viniese a la casa. Luego, volvió con el pan y la leche. Los militares esperaron en vano varios días y por fin decidieron irse. 

Estábamos en invierno. Irrumpieron en plena noche. Registraron por todos lados, tiraron todos los papeles al piso en desorden, dieron vuelta los cajones, desperdigaron los objetos. Todo ello no tenía importancia, si no fuera que estaba sola, sin siquiera poder encontrar la vieja estilográfica que no nos abandonaba nunca. Pablo dormía y no se despertó. Mañana, deberé explicarle lo que sucedió. No sé si encontraré las palabras para decirle que su padre ya no está. 

Pablo sabe que, por primera vez, podrá visitar a su padre en la cárcel. Prepara con dedicación un regalo: un cenicero en cerámica, fabricado por él mismo. Lo pinta de rayas multicolores. Preocupado, me pregunta: ¿Crees que papá se dará cuenta que entre las rayas pinte nuestra bandera? En efecto disimulado entre las rayas, había pintado el símbolo del frente político al cuál pertenecía su padre. 

Estaba agotada, cuando en ese momento me hacía falta una sobredosis de lucidez para evitar cualquier paso en falso. No podía dejar de trabajar; la vida debía seguir normalmente. Esa misma mañana una madre me había llamado por teléfono, pidiéndome una consulta urgente. Su nombre me decía algo; debía ser la esposa de ese antiguo diputado cuyo nombre y foto habían aparecido en el comunicado de las Fuerzas Conjuntas de la noche anterior. 
En la tarde, recibí a Rodrigo, un hermoso niño de seis años, vestido como todos los escolares con túnica blanca y una gran moña azul. Su madre estaba deprimida y sin trabajo. Su padre había dejado la casa para pasar a la clandestinidad. Desde entonces, Rodrigo retrocedía en su trabajo escolar, presentaba una incontinencia urinaria y le había robado dinero a su abuela. Durante la sesión, Rodrigo no logra hablar. Esta allí, tenso, inmóvil, sentado en la silla, las manos en los bolsillos. Lentamente, saca una mano y me muestra un paquete de caramelos. Se pone uno en la boca y lo chupa. De pronto, su rostro se transforma, algo se le atraganta, queda bloqueado. Permanece así, su mirada fija en la mía, paralizado de terror, mientras las lágrimas caen de sus ojos. 

Doy vuelta la página de mi cuaderno azul. Veo el nombre de Sofía. Insistente, el recuerdo de aquella lejana mañana ocupa cada vez más mi pensamiento. Había decidido llevar a los niños al parque. Aquel domingo de mañana la ciudad, aún vacía, despertaba tranquilamente. Tome el camino habitual. Más allá del Palacio Legislativo, distinguí el viejo edificio de la Facultad de Medicina, puertas y ventanas cerradas, vacío desde hacía meses. Un poco más adelante, aceleré al pasar frente a la clínica en la que había trabajado tantos años, y donde ya no había lugar para mí. Un poco más lejos, se levantaba un largo muro blanco, la puerta barroca de hierro forjado custodiada por dos ametralladoras y, en el fondo del parque, rodeada de palmeras y magnolias, la silueta de la gran residencia, sede del Comando del aparato represivo. Tres veces por semana, centenares de hombres, mujeres, niños y viejos esperaban, haciendo fila en la vereda, alguna noticia, una carta o un paquete de ropa sucia de sus familiares desaparecidos o detenidos. Todo parecía tranquilo esa mañana. Más allá de las residencias, después del puente, se extendían los barrios populares. A mi derecha, dos topadoras limpiaban el terreno. Sólo quedaban escombros del monumento construido colectivamente en memoria de los ocho obreros asesinados en aquel local. 
Sofía permanece asociada a esos recuerdos. Tenía cinco años. Aún la veo. Su padre está preso. En cada visita, Sofía le lleva los dibujos que contienen lo esencial de lo que quería decirle. Sus dibujos son censurados sistemáticamente en la entrada. Un día, la mujer de la guardia tacha con tinta negra las golondrinas que anuncian la llegada de la primavera. "Está prohibido dibujar palomas", le dice en tono severo. Desde entonces, Sofía no dibuja más pájaros, pero dibuja numerosos pares de pequeños círculos entre las ramas de los árboles. 
Son los ojos de los pájaros que están escondidos. 
Afuera, la bruma que asciende atenúa la luz de este atardecer parisino. Guardo mi cuaderno en la biblioteca y hago pasar a Laura. Tiene cuatro años. Hablamos de la posibilidad de un viaje para visitar a su padre que está preso desde antes de su nacimiento. Me dice: "Quiero ir a ver a papá... voy a llevar un regalo sorpresa para los malos" y dibuja un paquete atado con una cinta. "Sabés, este regalo, tiene una trampa. Lo van a abrir y ¡boommmm! las estrellas". Con orgullo, levanta su puño cerrado. 

Casi sin pensarlo permanezco adherida a ese sueño que, sin ser mío, no es diferente del mío. Somos llevados por miles de globos de colores, a través del océano en un largo viaje. Ayer, volví a ver a Ana. Nos conocimos hace tiempo Cuando solo tenía tres años, la pequeña fue testigo desde la puerta de su cuarto de la destrucción de libros y muebles, de los insultos a su madre embarazada, de los gritos, patadas y culatazos propinados a su padre para hacerlo salir de la casa y llevarlo por la fuerza a un lugar desconocido. Ana tiene ahora seis años. Dibuja una niña con globos en la mano. Me dice con aire audaz: "Voy a ir con mi maestra, a soltar estos globos sobre el mar... creo que van a llegar a otros países porque son globos que no revientan. Sobre el globo está el nombre del niño y de la escuela. Estoy segura que el que lo encuentre responderá... Quisiera que llegaran a lo de Alicia, mi amiga; vive justo enfrente a mi casa, allá. Recibí tres cartas de Uruguay... Agarro tres globos y los mando a la casa de mis abuelos... Creo que los globos todavía no pueden llegar hasta donde está mi papá... todavía no, pero algún día".

M.U. de V., París, 1980