A los 12
años, tuve un impacto cinematográfico alucinante: “La sombra de una duda” de Hitchcock. Bueno, era Hitchcock. ¿Hará
falta describirlo? Pero además de la genialidad de la obra, había algo en el
ambiente de esa película –esa casa con terraza, Teresa Wright con su trajecito
ajustado y zapatos de tacón– que me cautivó totalmente.
Muchísimo
tiempo después, ya en la era de la tecnología, volví a verla en un DVD que
contenía algo especialmente interesante: un documental sobre su realización. Me
enteré entonces de que ésa era la película favorita del propio Hitchcock y que
nada en esa puesta en escena era casual. Se trataba de la primera película que
hacía en Estados-Unidos y él quiso darle un contexto muy descriptivo de cómo
vio ese país en esos años, geográficamente alejado de la Segunda Guerra y, por
supuesto, en todo sentido muy diferente la Gran Bretaña de donde él provenía.
Entonces
ideó ubicar al asesino en el seno de una típica familia de una ciudad pequeña
de California. Y ahí comencé a repasar en detalle los elementos que me habían
llamado la atención: el padre de la protagonista era empleado contable y todos
los movimientos de los personajes giraban en torno a oficinas públicas: el
correo, la biblioteca, la estación de ferrocarriles. Y ahí descubrí que mi
impacto no era tan carente de sentido: en esa hora y media cinematográfica, me
había trasladado a Osorno, la ciudad de mi familia materna donde pasé los
momentos más bellos, alegres y felices de mi infancia bajo el aroma de la
colonia que usaba mi abuela, columpiándome por horas al lado del magnolio y
esperando con ansias que cayera la tarde en verano, algún día sin lluvia, para
ir salir a dar un paseo a la plaza.
Mi abuelo
fue toda su vida empleado del Banco del Estado. Entró a los 17 años y ahí
jubiló. Ese día, cayó en una severa depresión que duró como dos décadas. Y una mañana
cualquiera, se despertó y se suicidó. Nadie supo nunca qué fue lo que no
soportó. Porque había construido la misma vida relativamente normal de mucha
gente de esa época: un trabajo estable, una casa, una familia. Nunca viajó
mucho, salvo los traslados laborales propios de su función. Conoció Santiago
para su luna de miel, que era lo que hacían todos los sureños (bueno, los más
adinerados viajaban a Buenos Aires). No aspiraba a eventos que implicaran gastos ostentosos. Podía complacerse con poder
adquirir un tocadiscos, un teléfono, un televisor. Le bastaba ser un ciudadano
responsable, comprometido con sus obligaciones, con sentido crítico y con
inquietudes de lectura, de música, de
política.
En
realidad, la vida no fue tan normal. Pocos antes de que jubilara, sobrevino el
Golpe. Con éste, los desmembramientos familiares, los descalabros económicos,
la ruptura generacional marcada por la aparición de hombres y mujeres con fuertes
expectativas materiales, profesionales, sociales. La bella casa que alguna vez
había parecido de una película de Hitchcock, fue perdiendo su encanto tras las
goteras, el papel mural desgastado y amarillento, la humedad, porque cada año
se hacía más difícil pintarla, reparar el techo o calefaccionarla lo suficiente.
Alcancé a
conocer ese hogar todavía con algo de esplendor: los cuadros pintados por la
tía que había muerto de tuberculosis a los 20 años, el aparador del comedor que
lucía la porcelana, la lámpara de lágrimas que ha sobrevivido a dos terremotos.
De adulta, cuando iba de vacaciones, dormía en la habitación que había sido de
mi madre. Muchas cosas se habían mantenido igual: el ropero, el tocador a juego,
la lamparita en el velador sobre un paño de frivolité, las revistas añejas a un
costado. En el clóset encontré algunos maravillosos objetos inútiles como unos
tubos para rizarse el pelo, un necessaire
redondo, un pesado y ruidoso secador de pelo. Todo desprendía la esencia de los
años 50, 60, 70, y eso me dio una inédita sensación de pertenencia que en mis
años a la deriva nunca había tenido y nunca he vuelto a tener.
Los
imaginarios actuales han logrado convencer a demasiada gente que todo debe ser desafiante
y desenfrenado. Que quien no lleva una vida de intensa, alerta y de jarana sin
respiro, ha fallado en su realización personal. Y el terror más grande de las
personas en el siglo XXI es la derrota individual. Queda justificado todo medio
-incluso la mediocridad, incluso la charlatanería- que nos libere de la prisión
de la quietud, equivocadamente asociada ahora al aburrimiento, la rutina y la monotonía.
Hace un
tiempo, se me ocurrió la tal vez muy frívola idea que para mí el siglo XX se
acabaría cuando muriera Lauren Bacall. Y bueno, visto así, hace unas semanas,
se acabó el siglo XX. Se fue esa generación que no sentía complejo por ser sobria,
que no necesitaba ser chabacana o neurótica para sentir que estaba haciendo
algo significativo, que no le tenía miedo a que pase el tiempo y vengan otros
jóvenes, otros talentos, a ocupar su lugar y tal vez sólo los hijos y los
nietos la recuerden, porque al fin y al cabo es lo que termina ocurriendo en la
vida por esencia salvo que se haya sido Sócrates, o Mozart, o Da Vinci.
Extrañaré
a Lauren porque su criterio selectivo me garantizaba que iba a valer la pena
sentarme dos horas ante una película en la que ella apareciera. Echo de menos a
mis abuelos. Todos los días, cuando me arreglo frente al tocador que heredé de
mi abuela y donde hace más treinta años yo me sentaba a su lado a admirar cómo
se peinaba, se maquillaba, se perfumaba. Extraño el siglo XX. Extraño el mundo
habitado por adultos. Los tiempos sólidos en que primaba el fondo sobre la
forma. Ese mundo con personas que hablaban menos, ambicionaban menos, porque sabían que
las cosas eran más simples y que lo que sucedía en las películas era para soñar
un rato y entretenerse; pero no para creérselas como un derecho adquirido al
hedonismo porque los derechos entonces eran algo en serio, que merecían obligaciones
en serio y sobre lo cual se opinaba en serio.
Y echo de menos Osorno porque, como debe haber sido
Ítaca para Ulises, es el único puerto en el que no me he sentido en tránsito,
porque ahí está la casa, calle y patio donde he tenido un único sentimiento de
raíces en espacio y tiempo, o porque tal vez sea en esa ciudad que, al igual
que en la canción de Atahualpa Yupanqui, “como
un guijarro que se despeña, vaga mi
sombra, sueño y herida”.
Valeria Matus