Hacer algo como resucitar
a quien amamos
“[…] en 1973 regresé a la Quebrada para darme el placer de
celebrar el Carnaval con mi gente. Y aquí toqué por puro gusto, sin importarme
siquiera mi mano que se inflamó de tanto darle y darle a las cuerdas, ni
cualquier otra circunstancia que no fuera disfrutar ese momento tan trascendente
para mí. Conocí gente maravillosa, tuve el honor de ser invitado a integrar una
comparsa. “Los Cholos”, y durante esas semanas tuve oportunidad de reflexionar
mucho, profundo, junto a otros amigos.
[…] Éramos muy poquitos, es cierto. Con los amigos que yo
había llevado, los músicos no llegábamos a diez. Entonces esa era la cuestión
que no cerraba del todo. Cómo algo tan hermoso no convocaba a todos. Eduardo,
mi papá, al verme la mano tan hinchada como la tenía, pensó que me había peleado
con alguno. Es que a mí siempre me gustó ‘tirar guantes’ y hasta entrenaba en
el Luna Park. Pero no, no me había peleado con nadie; por el contrario, ya en
camino al médico le comenté a Eduardo cuán extraordinaria fue la experiencia
que había vivido. Y tampoco omití reiterarle esas dudas que me fueron surgiendo
luego. Conociéndome como me conocía, y sabiendo que no me iba a quedar quieto,
entonces me preguntó: “¿Y vos qué pensas”
“Yo creo –le respondí– que hay que convocar a toda la gente de los
alrededores y acompañarlos para que vivan con inmensa alegría ese sentido de
fiesta que se irá perdiendo si no hacemos nada”.
Esa fue –lo recuerdo claramente– la primera conclusión que
imaginé como preludio de lo que un año después se transformaría en el
Tantanakuy. Estaba obsesionado por encontrarle la vuelta al asunto. Estando en
casa murmuraba para mí, junto al oído atento de mi padre, “quizás podamos reunirnos con más gente en una de esas casas antiguas,
con esos fondos tan bellos que todavía quedan, o pensar en algo más grande con
gente que sienta el mismo impulso; ocupar los espacios…”. Y bueno, así nos
pusimos en campaña. En principio nos juntamos con unos amigos y fueron
apareciendo las propuestas. En algún momento pensamos también que podíamos
convocar al encuentro en una escuela. Hasta que finalmente en el ’75 –que fue
cuando organizamos el primer Tantanakuy– la convocatoria se realizó al pie del
Monumento a la Independencia, en sus escalinatas. En el centro mismo de
Humahuaca.
De manera que nos arremangamos y fuimos poniendo en marcha un
plan, por así llamarlo, que consistía en hacer algo como resucitar a quien
amamos. La cuestión era resolver cómo. ¿Podríamos hacer una fiesta en las escalinatas
de un monumento? ¿Se podría convocar a todos; cuál era la mejor forma de
hacerlo? ¿Qué estábamos dispuestos a hacer y qué cosas no haríamos?
Discutimos todo. Y de lo que estuvimos bien seguros todos es
de diferenciarlo de los festivales. De esa cosa competitiva que cada uno trata
de mostrar para “venderse” al público.
En general todo festival lleva la propuesta de un negocio
detrás; porque las empresas grabadoras están advertidas, porque la publicidad figura
en el orden del día, y entonces se discuten cuestiones de cartel, y la “popularidad”
y todo ese otro pedo que siempre precede al “arriba las palmas” y bien fuerte
ese aplauso. Algo horrible. Nosotros no queríamos esas características. Que no
fueran las competencias ni los aplausos, ni la presentación de artistas
ilustres, sino que lo principal fuera el hecho de la participación y la
satisfacción de haber participado.
Entonces buscando un nombre apropiado, elegimos el que nos
pareció más adecuado; Tantanakuy, en lengua quechua significa “congregación”, reunión de unos con otros por
mutua citación.
Jaime Torres
Fuente: Jaime Torres.
Ecos y sones de nuestra tierra, de Luis Sznaiberg, Buenos Aires, Garantizar
SGR, 2004, Fragmentos del Capítulo 5. “Tantanakuy. Encuentro”. pp. 62-64.