Pasamos por su
cuadra decenas de veces –sobre todo cuando un servidor trabajaba por esa zona
de Paternal-, pero nunca percibimos que allí estaba el taller del carpintero
Vidoje. Cierto que nada lo anuncia, y que más bien se llega al mismo mediante
cita previa. Y como teníamos las coordenadas, fuimos ver a nuestro amigo para
llevarle un dinero adeudado, pues compramos usados unos preciosos sillones
escandinavos que necesitaban de su sabia mano de restaurador.
Llegamos con el
ánimo de repetir la ceremonia del café con galletitas (nacido durante sus
jornadas de trabajo en nuestra casa), y actualizar el rito de la charla larga,
al vaivén de la nostalgia y sus emociones.
Esta vez el relato
es breve, pero condensa un destilado de amor filial. La Segunda Guerra
había separado a la familia: el padre debió acudir a filas, y su mujer y sus
muchos hijos –entre ellos “Vido”, con apenas 5 cinco años- fueron a parar a un
campo de refugiados, en las condiciones que ustedes imaginarán. Hacía años que
el niño no veía a su padre, y su único recuerdo del mismo era haber estado
aferrado al cuello paterno, mientras su papá cruzaba un río con él a
horcajadas.
Pero lo reconoció de
inmediato cuando lo vio aparecer, como un espectro andrajoso, buscando a su familia
entre la marea de refugiados. Y corrió hacia a él y se abrazó a su cintura, con
la fuerza inaudita de los supervivientes que se aferran a la vida. Nos lo
cuenta y se emociona: ahora mismo, Vido va cruzando el río abrazado al recuerdo
de su padre.
Carlos Semorile