Érase una mujer que estaba enamorada
de un hombre que no le correspondía. Sólo habían tenido tiempo atrás una
relación pasajera y ella así lo aceptaba. En algún evento, alguien la abordó
con cierto ánimo seductor. Instintivamente, ella colocó sus manos sobre su
escote, pensando que sin querer se había descuidado y que con ello había dado
una señal equívoca. Cuando un día, hablando de su amor imposible, me contó esta
anécdota, dijo: “yo le soy fiel aun
cuando no esté conmigo e incluso si ni siquiera está aquí para verme.”
En los años 90´, ya parecía esto una
idea bastante singular. Algo obsesiva, cosa que en efecto ella era. Hoy en día,
sería considerado una soberana idiotez. Una sensiblería ridícula. Pero en
realidad no se trataba de un delirio romántico, sino que era un comportamiento
bastante más pragmático del que demostraría alguien que opine que lo sensato
era olvidar y buscarse a otro –como si olvidar fuera un acto de mera voluntad y
como si el “otro” se tratara de un florero. Es cierto que ella no estaba
interesada en asuntos amorosos. Era una mujer de carácter fuerte, muy
carismática e independiente. También era atractiva y coqueta. Se pintaba
siempre los labios de un rojo bien fuerte. Tenía muchas amistades, salía,
cantaba y tocaba la guitarra, reía a carcajadas.
Pero también era una persona que
tenía la firme convicción de que se debía ser íntegra y consecuente consigo
misma. Y así como era hacendosa, así como actuaba con sus amigos de manera
generosa y desinteresada, estaba convencida de que una debía serle fiel al hombre
que amaba. Se había impuesto esa norma y nada ni nadie le impedirían
obedecerla. Nadie la obligaba. Eligió hacerlo. Así como alguien elige aprender
álgebra o tocar el piano y se empeña en el rigor. Y acataba aunque fuera bajo
su única mirada y la mirada del que no estaba. Pertenecía a la clase que Milan
Kundera describe como los “soñadores”,
“aquéllos que viven bajo la mirada
imaginaria de personas ausentes.”
Valeria Matus