Es una historia real, pero para no
caer en personalizaciones, digamos sólo que se llama S. y tiene apellido
indígena. Lleva muchos años como profesora de su lengua originaria y es una sabia
autodidacta. Sin embargo, el recorrido para llegar hasta el reconocimiento que
tiene hoy le tomó casi toda una vida de silenciosa persistencia.
S. es nativa de su idioma y es el
único que manejó durante sus primeros años, hasta que tuvo que ir al colegio.
En la escuela, aprendió el de los colonizadores. Pero también le dijeron que de
ahí en adelante, tenía prohibido cualquier otro lenguaje. Si lo hacía, los
profesores la reprendían. También otros niños –los nacionales- se burlaban de
ella. Cuenta –con una capacidad narrativa extraordinaria- que no quería
obedecer a esa instrucción. Además, le preocupaba cómo iría a conversar con su
madre, con sus abuelos, si ellos no conocían otra manera de comunicarse. A esa
corta edad inició entonces lo que fue su motivo de existencia: recordar su
lengua materna.
De pequeña, motivaba a sus pares a
hacer lo mismo, aunque fuera a escondidas, despacio, durante los recreos. “Que los inspectores no se den cuenta” les
decía. De más grande, se volvió más difícil. Muchos comenzaron a preferir
seguir las normas. “No querían ser
discriminados”, afirma. Las cosas se tornaron más violentas. Su empecinamiento
le costó fuertes riñas con los compañeros. Incluso algunos le pegaron, aunque menciona
que ella también más de una vez golpeó a algunos.
A los 15 años se mudó a la capital. Sin
conocer a nadie. Alguien le dijo que sus coterráneos se reunían en algún parque.
Acudió al lugar, se encontró con ellos, conversó. Pero al igual que en el
colegio, querían charlar en la lengua institucional. Fue un par de veces más y no
regresó. No tenía sentido hacerlo. Pero le surgió entonces una angustia: ¿cómo
hacer para mantener lo que sabía si no tenía con quién practicar? Entonces, se
le ocurrió: “bueno, si no tengo con quién
hablar, hablaré sola”. Y así lo hizo por años, por décadas. Se narraba a sí
misma historias, recuerdos, platicaba con personajes imaginarios, de modo que
pudiera hacerse preguntas y responderse.
Pasó mucho tiempo y la marginación
comenzó a flexibilizarse. No del todo, un poco, ínfimamente, pero muchas
personas se fueron interesando en la cultura de S. Entonces, ella decidió que ahora
iría a enseñar. No había estudiado, no tenía idea de gramática, no conocía
herramientas pedagógicas. Las buscó. Por su cuenta. Se informó, se instruyó. Y
se puso a dar clases. Hoy imparte muchos talleres. Mucha gente se inscribe actualmente
en sus cursos, incluido extranjeros. Aunque quisiera tener más alumnos de su
misma etnia, está muy feliz con lo que ha logrado.
Sin duda alguna, lo que comparte S.
demuestra infinitas sensibilidad y sabiduría. Pero cuando la escuché –pausada,
armoniosa, cálida- sentí haber encontrado por fin una revelación a una
interrogante que nos ronda a muchos hoy en día: ¿se puede luchar sola? La
respuesta es sí. Y la lucha toma a veces una forma tan sencilla como resistirse a
olvidar. Porque puede llegar el día en que alguien, muchos, quizás la
humanidad, quiera intentarlo de nuevo, y ¿a quién va a acudir si una misma se
dejó vencer y fue quien se hizo cómplice de enterrar?
Valeria Matus