En
el sagrado silencio, sale el sol, y desde las piedras de la isla se alza hacia
el cielo una niebla gris azulenca, impregnada del dulce aroma de las doradas
flores de la retama.
La
isla, en medio de la oscura llanura de las aguas dormidas, bajo la pálida
cúpula del cielo, se asemeja a un altar de holocaustos al dios-sol.
Acaban
de apagarse las estrellas, pero aun brilla la blanca Venus, hundiéndose
solitaria en la fría altura del turbio cielo, sobre la transparente cadena de
los cirros; las nubes, cubiertas de un leve tinte rosáceo, se consumen
lentamente al fuego del primer rayo del sol, y en la serena superficie del mar
sus reflejos son como madreperlas surgidas de la profundidad azul de las aguas.
Se
yerguen al encuentro del sol las hierbas y los pétalos de las flores, combadas
por la plata del rocío, cuyas claras gotas, colgantes en los extremos de los
tallos, engruesan, se desprenden y caen sobre la tierra, sudorosa en su cálido
sueño. Se quisiera oír su suave tintineo al caer, lástima que no se oiga.
Los
pájaros se han despertado; revolotean entre el follaje de los olivos, cantan,
mientras de abajo ascienden a la montaña los profundos suspiros del mar, al que
el sol ha sacado de su sueño.
Y
sin embargo, reina la calma, los hombres no se han despertado aun. En la
lozanía del amanecer, los aromas de las hierbas y las flores son más nítidos
que los sonidos.
Por
la puerta de una casita blanca, inundada por las parras como una barca por las
verdes olas del mar, sale a recibir al sol el anciano Ettore Cecco, hombre
solo, huraño, con largos brazos de orangután, calva cabeza de sabio y cara tan
arrugada por los años que entre sus fláccidos pliegues casi no se ven los ojos.
Luego
de llevarse con lentitud a la frente la mano negra y velluda, mira al
arrebolado cielo; después, en derredor, y ante él, sobre la piedra gris lilácea
de la isla, se despliega anchurosa, con cambiantes reflejos, toda una gama de
esmeralda y de oro, refulgen las flores, rosáceas, amarillas, rojas; el oscuro
rostro del viejo se estremece en contenida risilla bondadosa, e inclina
afirmativo la cabeza, redonda, pesada.
Está
en pie, un poco encorvada la espalda, muy abiertas las piernas, como si
sostuviera un gran peso, mientras a su alrededor, cada vez más alegre, retoza
el joven día, brilla más intensamente el verde follaje de los parrales y gorjean
con más fuerza los pinzones reales y los pardillos; entre las zarzas, las
clemátides y las matas de euforbio, cantan las codornices; en algún lugar silba
un mirlo, negro, despreocupado y pinturero como un napolitano.
El
viejo Cecco alza sobre la cabeza los largos brazos cansados, los extiende y se
estira, igual que si se dispusiera a volar allá abajo, al mar tranquilo como el
vino en un cáliz.
Desentumecidos
los viejos huesos, se sienta lentamente sobre una piedra, junto a la puerta,
saca del bolsillo de la chaqueta una tarjeta postal, la aparta lo más posible
de los ojos, los entorna y la contempla moviendo los labios en silencio. Su
cara grande, no rasurada hace tiempo, que parece de plata, se ilumina con una
nueva sonrisa; en ella se aúnan extrañamente el amor, la tristeza y el orgullo.
Ante
él, en el trozo de cartón, aparecen las imágenes, en color azul, de dos
muchachos, anchos de pecho, que están sentados juntos, hombro con hombro, y
sonríen alegremente; tienen el pelo ensortijado y la cabeza grande, lo mismo
que el viejo Cecco, y sobre ellos, con caracteres gruesos y claros hay impreso:
“Arturo
y Enrico Cecco
dos
nobles luchadores por los intereses de su clase. Organizaron a 25.000 obreros
textiles, cuyo salario era de 6 dólares a la semana, y por ello han sido
encarcelados.
¡Vivan
los luchadores por la justicia social!”
El
viejo Cecco es analfabeto, y además la inscripción está hecha en lengua
extranjera, pero él sabe que dice precisamente eso, cada palabra le es conocida
y grita, canta al viento como un clarín de cobre.
Esta
postal azul le ha producido al viejo muchas zozobras y preocupaciones; la
recibió hace unos dos meses, e inmediatamente, su instinto de padre le advirtió
que el asunto no era bueno, pues los retratos de los pobres tan sólo se
publican cuando éstos han cometido algún delito.
Aunque
Cecco guardó el trozo de cartón en el bolsillo, la postal aquella oprimía su
corazón como una losa, cada día más pesada. Más de una vez sintió deseos de
enseñársela al sacerdote, mas su larga experiencia de la vida le había convencido
de que la gente tenía razón cuando sentenciaba: “Puede que el cura le diga a
Dios la verdad acerca de la gente, pero la gente nunca se la dice”.
Al
primero que preguntó, sobre el misterioso contenido de la postal, fue a un
pintor pelirrojo, un muchacho extranjero alto y delgado que venía con gran
frecuencia a casa de Cecco y, después de colocar cómodamente el caballete, se
tumbaba a dormir junto a él ocultando la cabeza en el rectángulo de sombra del
cuadro empezado.
–Signore –le preguntó al pintor–, ¿qué
han hecho estos mozos?
El
pintor miró los rostros alegres de los hijos del viejo y repuso:
–Seguramente
algo gracioso…
–¿Y
qué se dice ahí de ellos?
–Esto
está escrito en inglés. Y esa lengua, aparte de los ingleses, no la entiende
más que Dios, y también mi mujer, si es que no miente en este caso. Pues en
todos los demás nunca dice la verdad…
El
pintor era locuaz como un pardillo y, por lo visto, no podía hablar de nada en
serio. El viejo se apartó sombrío de él, y al día siguiente fue a ver a la
mujer del artista, una signora gorda;
la encontró en el jardín, donde, envuelta en un amplio vestido blanco,
transparente, yacía en una hamaca, derritiéndose del calor y mirando enojada el
cielo azul con sus ojos también azules.
–A
estos hombres los han encerrado en la cárcel –chapurreó.
Al
viejo le temblaron las piernas, como si toda la isla se hubiera tambaleado del
golpe aquel; sin embargo, supo encontrar fuerzas para inquirir:
–¿Han
robado o han matado?
–¡Oh,
no! Simplemente, son socialistas.
–¿Y
qué es eso de socialistas?
–Eso
es política –dijo la signora con voz
desfallecida, y cerró los ojos.
Cecco
sabía que los extranjeros son la gente más torpe –más tontos que los calabreses–,
pero como quería conocer la verdad acerca de sus hijos, permaneció largo rato
en pie, al lado de la signora,
esperando a que abriera los grandes ojos perezosos. Cuando al fin lo hizo, le
preguntó, hincando el dedo en la tarjeta:
–¿Esto
es honrado?
–No
lo sé – contestó ella con enojo–. Ya he dicho que eso es política, ¿entiendes?
No,
no lo entendía: la política la hacían en Roma los ministros y los ricos, para
aumentar los impuestos sobre los pobres. Mientras que sus hijos vivían en
América, eran obreros y buenos muchachos, ¿para qué necesitaban ellos hacer
política?
Pasó
toda la noche con el retrato de sus hijos entre las manos, que, a la luz de la luna,
parecía negro y despertaba pensamientos aún más sombríos. Por la mañana, decidió
ir a preguntar al sacerdote; éste, negro, ensotanado, le dijo conciso y severo:
–Los
socialistas son gente que niega la voluntad de Dios. Debe bastarte con saber
eso.
Y
agregó, con mayor severidad, en pos del viejo:
–¡Es
una vergüenza que, a tus años, te intereses por semejantes cosas!
“Menos
mal que no le he enseñado el retrato”, pensó Cecco.
Pasaron
unos tres días más, y fue a ver al peluquero, un botarate elegantón. De este
muchacho, fuerte como un burro joven, se decía que, por dinero, consolaba a las
americanas viejas que, a pretexto de deleitarse con la belleza del mar, venían
realmente en busca de aventuras amorosas con los mozos pobres de la isla.
–¡Dios
mío! –exclamó el necio, después de leer la inscripción, y sus mejillas
enrojecieron de júbilo–. Estos son Arturo y Enrico, ¡mis amigos! ¡Oh, felicito
con toda mi alma a usted, Ettore, que es su padre, y a mí mismo! Pues ya tengo
dos paisanos famosos, ¿cómo no enorgullecerse?
–No
te vayas de la lengua –le advirtió el viejo.
Y
el peluquero, agitando las manos, gritó:
–¡Eso
está muy bien!
–¿Qué
se dice de ellos?
–Yo
no puedo leerlo, pero estoy seguro de que ahí se dice la verdad. Los pobres
tienen que ser grandes héroes para que, al fin, ¡se diga la verdad acerca de
ellos!
–Punto
en boca, te lo ruego –dijo Cecco, y se fue, acompañado del furioso golpeteo de
sus zuecos sobre las piedras de la calle.
Se
dirigió a casa de un signor ruso, el
cual, según contaban, era una persona buena y honrada. Llegó, tomó asiento
junto al lecho donde aquél moría lentamente y le preguntó:
–¿Qué
se dice aquí de estos hombres?
Entornando
los ojos, descoloridos por la enfermedad y la tristeza, el ruso leyó con voz
débil la inscripción de la postal y sonrió dulcemente al viejo; éste le dijo:
–Signore, como usted ve, soy ya muy viejo
y pronto compareceré ante mi Dios. Cuando la Madonna me pregunte qué he hecho
yo de mis hijos, yo le debo contar la verdad, con detalle. Estos que están
aquí, en la fotografía, son mis hijos, pero yo no comprendo qué es lo que han
hecho ni por qué están en la cárcel.
Entonces
el ruso, con mucha seriedad y sencillez, le aconsejó:
–Dígale
a la Madonna que sus hijos han comprendido bien el principal mandato del hijo
de ella: aman al prójimo con un amor vivo…
La
mentira no se puede decir con sencillez, requiere palabras altisonantes y que
se la revista de muchas galanuras; por ello, el viejo creyó al ruso y estrechó
con fuerza aquella mano pequeña, que no conocía el trabajo.
–Por
consiguiente, ¿la cárcel no es ninguna deshonra para ellos?
–No
–contestó el ruso–. Pues ya sabe usted que a los ricos solamente los meten en
la cárcel cuando hacen demasiado mal y no saben ocultarlo, mientras que los
pobres van a parar a la cárcel en cuanto quieren un poco de bien. ¡Y le diré
que es usted un padre feliz!
Con
su débil vocecita, estuvo largo rato hablándole al viejo de lo que habían
emprendido en la tierra sus hombres honrados, de cómo querían vencer a la
miseria, a la necedad y a todo lo espantoso y malo que la necedad y la miseria
engendran…
El
sol brilla en el cielo, como una ígnea flor, esparciendo el polvillo de oro de
sus rayos sobre el lomo de las rocas grises, y por cada grieta de las piedras,
asoma, al encuentro del sol, tendiéndose como ansia hacia él, todo lo vivo:
hierbas de esmeralda, flores azules como el cielo. Las áureas chispas de la luz
del sol se encienden y se apagan en las gruesas gotas del cristalino rocío.
El
viejo observa cómo, a su alrededor, todo respira la luz, absorbe su fuerza viva,
el diligente revoloteo de los pájaros que cantan, construyendo sus nidos; piensa
en sus hijos: los muchachos están al otro lado del océano, en la cárcel de una
gran ciudad, y eso es malo para su salud, malo, desde luego…
Pero
están en la cárcel por haber llegado a ser unos muchachos honrados, como fuera
su padre toda la vida, y esto es buena cosa para ellos y para el alma de él.
Y
el rostro broncíneo del viejo parece diluirse en una sonrisa de orgullo.
–La
tierra es rica, la gente pobre, el sol bueno, el hombre malo. Toda la vida yo
he pensado esto y, aunque no se lo decía, ellos comprendían los pensamientos de
su padre. Seis dólares a la semana, ¡oh, eso son cuarenta liras! Pero a ellos
les pareció que era poco, y veinticinco mil como ellos estuvieron de acuerdo
con mis hijos en que esto es poco para el hombre que quiere vivir bien…
Está
convencido de que en sus hijos prendieron y crecieron los pensamientos que él
guardara ocultos en su corazón, y se enorgullece mucho de ello, pero sabedor de
lo poco que la gente cree en los cuentos que ella misma forja cada día, calla.
Sólo
de vez en cuando, su viejo corazón, de gran cabida, se colma de pensamientos
sobre el futuro de sus hijos, y entonces el viejo Cecco, endereza la espalda laboriosa,
saca el pecho y, poniendo en tensión sus últimas fuerzas, grita con ronca voz,
al mar, a la lejanía, allá donde se encuentran sus hijos:
–¡Valo-or!
Y
el sol ríe, alzándose cada vez más sobre el agua espesa y suave del mar,
mientras la gente contesta al viejo, desde los viñedos:
–¡Oi-i!...
Máximo Gorki
Cuentos de Italia
Buenos Aires, Juárez editor,
1969. Traducido del ruso por A. Herraiz, pp. 181-189