Sueño bastante con
mi madre, pero lo de anoche fue inédito. Mientras la atendían en el mostrador
de una repartición pública, unas señoras que esperaban su turno me acusaban de
no ser quién decía ser. No recordaba haberles dicho nada a estas mujeres
virulentas, pero de todos modos le pedí a Brigi que les explicara lo cierto.
Con la verdad manifestada, estas doñas se volatilizaron en el éter, y recobré
la calma. Y la repartición pública se transformó en un aula universitaria.
Todo ésto, por
increíble que parezca, viene a cuento del escrito de Valeria Matus donde ella
reivindica la potestad de decirle “No” a unas cuantas cosas que generalmente
vienen pre-masticadas, para poder decirle “Sí” a muchas otras cosas que no
forman parte de la agenda socialmente consagrada. “¡Hay que ir a ver El hilo
invisible!”, repiten los cinéfilos en cada esquina de este mundo, y sé que voy
a pudrirles la expectativa si les digo que, contra todo pronóstico, es un alto
bodriazo.
Con Brigi misma a
veces tenía este tipo de desencuentros respecto del valor de una obra. Ella
había viajado a Italia, España, Francia e Inglaterra, y a mí –americano por
vocación espontánea- me costaba trabajo entender que Londres mereciese la pena
de ser visitada, mucho menos idolatrada. Sin embargo, es a ella a quien le debo
lo que podría llamar mi intuición estética, legada por una vía conversada y
donde Brigi apostó sus fichas, pero también heredada por la mera sangre.
En su caso, se
trataba de una mirada romántica que necesitaba de la poesía como sustancia
vital, pues su espíritu no podía conformarse con la pura materia. Por eso, con
los ladrillos y demás materiales que puntualmente aportaba mi padre, ella creó
hogares bellos con espacios de encuentro y de recogimiento, decorados con
jarrones, lámparas, cuadros y muebles que han sobrevivido todas las
“tendencias” que se fueron sucediendo, pasajeras y banales, por más de
cincuenta años.
Pero, además, tenía
necesidad de que lo poético estuviera presente de otras formas. En pleno suceso
de la Trova Cubana, Brigi inventó las fórmulas del café romántico y del café
barroco, mencionados en una canción de Silvio, y hasta los amigos menos
espirituales se acostumbraron a preferir uno u otro. Esto no era un episodio
aislado o puntual, sino que era parte de la vida cotidiana que así se redefinía
en los términos de una dualidad más amable: barroca o romántica.
Nunca hubo una
explicación precisa para ambos términos, y eso los dejaba liberados a la
imaginación más o menos pródiga de cada uno. Claro que Brigi tenía una idea
propia de qué podían significar esos y otros conceptos, pero aquello era un
retazo de su intimidad y no era transable. En su defensa, podía llegar –y de
hecho llegaba- a la intransigencia. Y aunque muchas veces chocamos por cuestiones
de índole estética, a la larga eso me dejó una enseñanza que agradezco.
Se puede ser
renacentista, romántico, dramático, barroco, o lo que se desee, pero una vez
que se saltó la cerca de la vulgaridad imperante, no hay vuelta atrás y la
convicción escogida se defiende como a la propia existencia, porque esa es la
vida que uno ha elegido. Es una cuestión de conciencia, y no es negociable. Y
cuando las brujas de la ordinariez convierten los sueños en pesadillas, me
visita Brigi para transformar la tosquedad en aprendizaje, y para recordarme
quién elegí ser.
Carlos Semorile