lunes, 30 de abril de 2018

Un terrícola llamado Ray Bradbury


Para A.C., cuando sea más grande y no se aburra al leerme

 
Hace algunas semanas, me llegó una nota en el cuaderno de comunicados de mi hija anunciando que próximamente iban a leer Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Aunque no había leído ese libro, me pareció una excelente noticia. Una suerte que niños de 12 años, pudieran adentrarse, además de la literatura que ya conocen, y que es muy rica, en otra que no fue especialmente pensada para un público infantil o juvenil. De Ray Bradbury, yo había leído Fahrenheit 451 y un cuento que sí escribió para niños. Un cuento inquietante que narra algo, si se quiere, medular en nuestras vidas de adultos y medular, por otras razones, en las vidas de nuestros niños: el miedo a la oscuridad (“La niña que iluminó la noche”). Así que aproveché esta ocasión y en los momentos en que mi hija no leía el libro… lo leía yo.

Confieso que me llevé más de una sorpresa. De esas a las que ya me he referido y que son privilegio de los ignorantes… Primero, yo no sabía que se podía escribir un libro así. Un libro donde cada crónica es eso… una crónica… un relato corto, un relato per se… pero encadenados de tal forma que terminan hilvanándose y constituyendo un cuadro completo y complejo, de visiones múltiples, lleno de contrastes, donde lo único que (me) queda claro es (una vez más) la miserable y maravillosa condición del ser humano. Las dos cosas. Juntas. Inseparables.

De pronto me pareció que durante 45 años no había entendido nada de literatura. De ciertos aspectos de la literatura. Así, si me hubieran preguntado anteayer, ¿te gusta la ciencia ficción? Yo hubiera mirado al interlocutor con cierto aire sobrador. ¿A mí? Oiga, yo soy una mujer del siglo XIX y los marcianos me tienen sin cuidado. Salvo que te los presente Ray Bradbury. Y que leyendo “Aunque siga brillando la luna” (ya el título…) vislumbres que se podría dictar una cátedra sobre colonialismo, anti-colonialismo, neo-colonialismo, etc. a partir de Crónicas marcianas, que puede ser leído de muchas maneras, pero también como un manifiesto en contra de la dominación y/o a favor del “derecho de los pueblos a disponer de sí mismos”, si no fuera porque la expresión quedó reducida a nada gracias a la amable intervención de organismos internacionales inoperantes cuando no culpables. (Por si alguno que lee esto es tan ignorante como yo, le recuerdo que el libro narra las diversas tentativas de los habitantes de la Tierra para llegar a Marte... Sus muy distintos motivos para hacerlo. Y luego, lo que acontece ahí, una vez que lo logran).

En uno de los capítulos, un personaje le habla a otro de su desazón. Los marcianos han muerto producto de una enfermedad vulgar. Y de toda esa gran civilización milenaria no quedan sino objetos que ellos, terrícolas, no lograrán descifrar ni apreciar, ni menos apropiarse. Extranjeros, siempre, en dicho lugar del que son invasores.

“Si usted me pregunta si creo en el espíritu de las cosas usadas, le diré que sí. Ahí están todas esas cosas que sirvieron algún día para algo. Nunca podremos utilizarlas sin sentirnos incómodos. Y esas montañas, por ejemplo, tienen nombres… Nunca nos serán familiares; las bautizaremos de nuevo, pero sus verdaderos nombres son los antiguos. La gente que vio cambiar estas montañas las conocía por sus antiguos nombres. Los nombres con que bautizaremos las montañas y los canales resbalarán sobre ellos como agua sobre el lomo de un pato. Por mucho que nos acerquemos a Marte, jamás lo alcanzaremos. Y nos pondremos furiosos, ¿y sabe usted qué haremos entonces? Lo destrozaremos, le arrancaremos la piel y lo transformaremos a nuestra imagen y semejanza”.

El relato no está desprovisto de humor, como se nota también en este fragmento. Y en muchos otros. Pero lo que más me tocó, porque todas las lecturas se hacen desde una historia, desde ciertas vivencias, fue una idea recurrente. Una idea que Ray Bradbury va trabajando, con variantes, en distintas crónicas y que tiene que ver con la muerte, por un lado, pero también con los sueños. Es así: en determinados momentos, lo que caracteriza a los marcianos (sobrevivientes, quedan muy pocos en Marte, y casi nunca se los ve) es la capacidad de adoptar el rostro de los seres que uno amó y perdió. O sea, de nuestros muertos. En uno de los relatos (“La tercera expedición”) esto toma una dimensión inquietante, casi terrorífica. Y en una extraña tensión entre lo poético y lo político (les debo una anécdota sobre estas expresiones): los humanos se ven vencidos, cuando se descubre sus anhelos, lo que aman e incluso lo que más aman (y no como en 1984, de Orwell, lo que más temen…).

Pero también hay un relato donde esta idea se repite con una mirada quizás más piadosa –y más desgarradora–. Ahí (“El Marciano”) Ray Bradbury logra volvernos sensibles a dos desdichas. La de los seres humanos siempre en duelo, siempre en situación de haber perdido algo o alguien, y cuya condición parece residir en esa pérdida. Y la del marciano que huye y no tiene rostro propio y está condenado a tomar el rostro de alguien querido. Cualquier rostro, según el humano que tenga enfrente… En este caso el rostro de Tom, hijo del viejo y de Anna… que murió a los 14 años.

“El viejo lo miraba fijamente. ¿Qué criatura es ésta, pensaba, tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y asumiendo la voz y la cara del recuerdo se queda al fin entre nosotros, aceptada y feliz? (…) El viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez en Tom y en Anna. Quizás nos equivocamos al retener a Tom, se dijo a sí mismo, pues de todo esto no saldrá otra cosa que preocupaciones y penas, pero cómo renunciar a lo que hemos deseado tanto aunque se quede sólo un día y desaparezca, haciendo el vacío más vacío, y las noches oscuras más oscuras y las noches lluviosas más húmedas”.

Tal como presume el viejo, el cuento no termina bien. Y sin embargo, hay consuelo en la mirada de Bradbury. No solo talento. No solo imaginación. No solo humor. Coraje y lucidez. También hay ternura por sus personajes. Por algunos (por otros, por suerte, no…). Y sí, consuelo, frente a determinadas situaciones. ¿O no es consuelo un texto como “La mañana verde”? Una crónica en donde un hombre, un terrícola ya instalado en Marte, trabaja sin descanso plantando semillas, plantando árboles, día y noche trabaja, sin atreverse a mirar atrás, por miedo a que todo su trabajo no haya dado ningún fruto…

Creo que ahí ya podemos detenernos. Pero cómo no decir una palabra sobre “Usher II” y la terrible venganza de Stendhal… Un hombre a quien le quemaron la biblioteca…

“–¿El nombre de Usher no significa nada para usted?
–Nada.
–Bueno, ¿y este nombre: Edgar Allan Poe?
El señor Bigelow meneó la cabeza.
–Por supuesto –gruñó delicadamente el señor Stendhal, con desaliento y desprecio a la vez (…). Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace ya treinta años…
–Ah –dijo juiciosamente el señor Bigelow–. ¡Uno de aquellos!
–Sí, Bigelow, uno de aquellos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. (…) Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos”.

Y acá estamos. No del todo en la oscuridad, también gracias a Bradbury.


AGC