“Usted es
como el Pitufo Gruñón”, me dijeron una vez. “A
todo lo que se le pregunta, responde que no.” -“¿Vio el Festival de Viña anoche?” - “No, no me gusta el Festival”, -“¿Ya
ha visto la película X” -“No, no me gusta ir al cine”, -“Es super buena esa heladaría”
-“Ah, no la conozco, no me gustan los helados, - “¿Qué le pareció lo de Luis
Miguel …?” -“Ni idea, no me gusta Luis Miguel”.
Me sorprendió descubrir que yo –ser
sonriente y amable- fuera percibida como una completa amargada. Es verdad que
me desagradan muchas cosas: la idiotez generalizada, el hedonismo como razón de
vida, la superficialidad constante, el derroche, la vulgaridad. Es cierto que
no tengo televisión y que detesto trasnochar. También que hay muchas conductas
que me parecen insoportables: que la gente opine sin saber o que hable sólo de
sus viajes, sus jaranas y borracheras y
las narren como que hubieran ganado una medalla de atletismo. Asimismo tengo
mis mañas -¿quién no las tiene?- como que no voy a donde no me invitan
explícitamente a mí, aunque me muera de ganas de ir. En ese protocolo soy
inflexible. Pero de ahí a que mis intolerancias me impidan disfrutar de la existencia
no dejó de inquietarme. ¿Realmente no me
gusta nada?
Me gusta que lo primero que hago en
la mañana al levantarme sea subir la persiana y ver el patio de la casona
colonial colindante a mi edificio. Me gusta disfrutar mi jugo de naranjas
diario siempre recién exprimido. Me gusta ir caminando al trabajo y mirar los
árboles de la calle Huérfanos. Me gustan mis fines de semana de ocio en que,
según mi antojo, me siento a escuchar música, o leo un libro o veo una
película. Y me gustan muchas músicas, y muchos escritores y muchos cineastas.
Porque mantengo viva la curiosidad y no he perdido el hábito de buscar cómo
maravillarse con el mundo. Recuerdo un viaje al norte de Chile que hice con un
colega para dar una charla en una universidad y le sugerí visitáramos un museo
de mineralogía. Todavía cuenta con ironía: “Yo
feliz que iba a pasar dos días enteros con Valeria y la única iniciativa que
tomó conmigo fue invitarme a mirar ¡piedras!”
Pitufo gruñón es el único que se
distingue por su expresión facial. Los demás pitufos son todos iguales. Si se
les quita la flor, el serrucho, los lentes o la trompeta, no se sabe cuál es
cuál. Pero Pitufo gruñón siempre se distingue y siempre tiene algo serio que
decir: que no le gusta lo que está sucediendo. Quizás es sólo que quisiera que
suceda otra cosa. Que algo despercuda a la comarca de la trivialidad porque,
por muy divertidos que sean los globos, las tortas y las serpentinas, la vida
tiene muchas dimensiones que descubrir y celebrar.
Valeria Matus