Internet y la gran promesa que todo
el conocimiento iría a estar en línea para el acceso de todos fue una estafa
tan grande como cambiar oro por espejos de colores. No sólo era falsa, sino que
aniquiló una civilización que venía luchando desde varios siglos por la
búsqueda del real conocimiento.
Internet está lleno de información, sí.
Pero la utilidad de ésta deja mucho que desear. Es cierto que se puede ahí
tener acceso a diversos diarios y revistas, a artículos universitarios, a
música, a cine. Pero el elemento central para llegar a lo que a uno le interesa
es normalmente la suerte, más horas infructíferas de búsqueda. Muchos sitios
mantienen el formato de proteger sus publicaciones, por lo que para acceder a
ellas se debe pagar. Muchos libros se encuentran, pero en versiones difusas o
ediciones desactualizadas. La música, en efecto, a través de una muy barata
suscripción, se puede acceder a una gran variedad; pero no siempre de la mejor
calidad ni las mejores interpretaciones. Si usted escucha música clásica,
intente buscar un concierto en particular con un determinado director de
orquesta y comprobará que, al final, lo que hay es bastante limitado. En cuanto
a las películas, lo mismo: incompletas, borrosas, sin subtítulos. Si tiene
dudas, intente buscar una obra de Chabrol, o de Antonioni, o sin ir más lejos,
de Chaplin. ¿No debiera ser Chaplin uno de los cineastas más democráticamente
compartido?
¿Qué está entonces en línea en ese
interminable universo? Pues está invadido por el mismo mal del cual sufre el
planeta: basura. Abundan las noticias mundanas, las informaciones sin ningún
respaldo ni fundamento, la pornografía en todas las acepciones de las palabras.
Y muchas, infinitas divagaciones de aficionados y profetas que afirman lo que a
muchos les agrada escuchar, como por ejemplo que gracias al consumo de ciertas plantas divinas o batidos prodigiosos
una se puede volver tan hermosa como una artista famosa, anulando por milagro
cualquier previa determinación genética. Así, la gente ha terminado sacando sus
propias insustentadas conclusiones a temas tan esenciales como las vacunas, la
alimentación o los diagnósticos médicos, restando toda credibilidad a la
ciencia como en los mejores años medievales.
No por todo ello restemos lo
provechoso del instrumento bien manejado. Si se mantienen los hábitos racionales
–ser curioso, tener sentido crítico, cuestionarse, comprobar veracidad- se
puede llegar a sitios en que se encuentra información interesante. También es
cierto que permite el contacto con otras personas, aunque tengo mis dudas sobre
cuán revolucionario sea esto; pues hallarse nunca ha sido una dificultad para
la humanidad, incluso en la edad de piedra. La gente siempre se ha movido y se
ha encontrado. Pero si volvemos a la oferta inicial del acceso masivo a la
sabiduría, la verdad es que el real conocimiento sigue estando en las
bibliotecas, las salas de clases y en la mente de esos profesores mayores que
estudiaron con lápiz y cuaderno, discriminando lo que había que apuntar y
subrayar, prestando atención a sus maestros, indagando, consultando, viajando,
anotando con letra manuscrita en una libreta, en suma, recurriendo a todas las
herramientas posibles para dar respuesta a una interrogante, excepto a Internet.
Valeria Matus