Entre los adioses más emotivos
que recuerdo, uno, una vez, en el andén de una estación de buses. Yo me quedaba,
mi hermano se iba. No había nada terrible en ese adiós, sabíamos que
volveríamos a vernos, pero también sabíamos otras cosas, aunque él era entonces
muy joven. Sabíamos lo ingratas que pueden ser las distancias y lo que cuesta estar
presente. Los esfuerzos que hay que desplegar para que no se rompan los lazos,
esos mismos de los que hablaba el zorro (en El
Principito). Recuerdo que intercambiamos miradas de complicidad cuando una
señora gorda se sentó a su lado. (Uno suele ser cruel con las señoras gordas,
es una de las muestras más claras de que nuestra almita deja mucho que desear).
Pero en ese momento no me detuve a pensar tanto, sólo tenía ojos para mi
hermano ya sentado en su lugar, yo desde el andén. Vi claramente el gesto que hizo. Ese gesto tan lindo, tan
suyo, o quizás tan propio, en esos días, de los jóvenes que yo no conocía. El
gesto que señala el corazón. Puño de la mano golpeando varias veces el pecho.
Para indicar el lugar donde uno se va a quedar, de ahora en más. O sea, ahora
que no te veré todos los días ni te llamaré para que almorcemos juntos (“y ven
acá, cabro chico de miechica, ¡que se enfría el almuerzo!”). Recuerdo sí la
impresión que me causó ese adiós. Quizás porque en esos años todavía tenía mucha conciencia de los adioses que no pudieron ser. Todas esas
separaciones que, en nuestra historia, no tuvieron palabras, ni abrazos, ni
últimas recomendaciones, ni un “te quiero”, ni gesto de la mano, ni nada.
Después vinieron los adioses más duros. Los otros. Como cualquiera que haya vivido un poco, perdí
personas a las que quería. Extrañamente, por esto de las idas y venidas, rara
vez asistí a los entierros. Los adioses
se me dieron antes. Había que adivinar, entonces, lo que decían los
ojos, las manos, las palabras. La mirada, sobre todo. Siempre hay, en
estos casos, una última mirada. Y uno que es un poco actor, representa su mejor papel, a sabiendas de que el otro no se dejará engañar. ¿Quién no se despidió alguna vez así? (Lo digo sin intención
de lastimar, ya lo sabes).
También están, claro, las
despedidas menos dramáticas. Aunque cuando uno es, precisamente, de naturaleza dramática… la visión de una amiga que tomará un avión y se
despide desde un taxi que se adelanta… puede hacernos llorar. Lo mismo
una amiga de la adolescencia que, en vísperas de un viaje tremendo, nos abriga
en la cama como si uno fuera muy pequeño, y dice antes de salir: prométeme
que, aunque nunca volvamos a vernos, me escribirás las cosas importantes de tu
vida. Lo prometo. Promete tú también.
Y así pasa la vida y la muerte.
Y las tantas vidas que a cada rato vuelven a salir al encuentro. Porque es cosa
de no creer, que siempre aparezca gente nueva para querer.
Por todo esto o por cualquier
otra razón que ahora no se me ocurre contar, no tolero las no-despedidas. No
tolero que alguien se vaya sin despedirse. Exijo el respeto de cierto protocolo,
cuando la vida o quien sea, decide separar a las personas. Y pienso que, hasta
ciertas partidas, sin contenido dramático ninguno, deben anunciarse con al menos
tres meses de anticipación y una cartita de notificación. Cartita que, en substancia,
siempre dice lo mismo: me voy, no volveremos a vernos. “Favor enviar gato”,
como dijera una amiga, que tiene estas cuestiones de protocolo bien resueltas.
Antonia