Puede que acaso las
cosas se estén acomodando, pero ¿no será demasiado optimismo? ¿Desde cuándo las
cuestiones se acomodan solas y en el sentido que uno pretende? Y si así fuera:
¿para qué uno se fatigó al cuete en el pasado, se cansa tanto en el presente, y
se agota de sólo pensar en el porvenir? “Los melones se acomodan en el carro”,
dicen los cómodos, y esa frase deschava su vagancia. Yúgenla, guachos!
Sucede que estamos
refaccionando “la casita” y nos preocupan tantas cosas que por momentos las
soluciones generan nuevos problemas, y las dificultades no nos permiten ver por
dónde pasan los enmiendes. ¿Lo sabrán los “expertos”? Hacemos una cita con un
arquitecto jocoso que en el pasado me dio una mano para tirar una pared, y
liberar un ambiente que venía encarajinado. La entrevista es un fracaso desde
el inicio. Se lo comió “el personaje”, nos atiende de taquito, y da consejos
insólitos: habla de una casa preciosa donde viven “unos gays divinos” que adoptaron
unos críos, y empalmaron la terraza con la cocina.
Pero nuestras
pretensiones son bastante más modestas y, tal vez por ello, más difíciles de
encaminar. Volvemos rumiando nuestra decepción, harto más desencantados porque
en la previa –vía correo electrónico- le habíamos detallado los temas a
resolver e inclusive le enviamos fotos de cada uno de los espacios a ser
“tratados”. Pese a lo dicho desde la heterodoxia, faltaba “el plano”, y aquí
hubo un salto intransigente y sin retorno hacia la ortodoxia. Tal vez sea eso, o
tal vez que ya no escucha.
Días más tarde,
recalamos en un comercio que promociona “espacios logrados” y ahí nos
encontramos con los oídos atentos de Alejandra, quien lejos de vendernos nada
nos recomienda el asesoramiento de otra profesional. Llamamos a Victoria,
hacemos una cita “in situ”, pero antes le enviamos las fotos de referencia y un
escrito que, junto con algunas incertidumbres, le cuenta una “Breve historia de
nuestra cocina”.
Cuando la arquitecta
llega a casa, se nota que “había escuchado” lo que dijimos en el texto. Eso no
quiere decir que se ciña estrictamente a lo allí narrado y, dado que es docente
de diseño, nos plantea una serie de variantes en las que ni habíamos pensado. “Ahora
nos toca escuchar a nosotros”, nos decimos mientras vaciamos muebles, los
probamos en distintas ubicaciones, quitamos cuadros y despejamos adornos.
¿Quién fue el que
dijo que los melones se acomodan solos? Para cuando llega el correo con las
propuestas de Victoria, ya hemos realizado varias pruebas con mucho de ensayo y
error, pero nada comparable a los desafíos que surgen de sus esquemas. Estos
nuevos quebraderos de cabeza nos insumen muchas energías, y nos ponen en la
necesidad de tomar las decisiones fatales, esas que importan.
Nuestros desayunos,
almuerzos, meriendas y cenas se asemejan a “reuniones de trabajo”, y cada nueva
charla deja picando una idea que en el momento menos pensado reaparece en los
labios del otro: “¿Te acordás que el otro día dijiste de poner el bargueño en
la cocina?” Parte de todo eso, junto con las decisiones finalmente adoptadas,
van a parar a un nuevo escrito: “Breve crónica de nuestros desvelos
reformistas”.
Experta en estas
desveladas, Victoria nos responde amorosamente y se compromete a mandarnos los presupuestos.
Ansiosos, acomodamos ya de puro gusto los melones, mientras todo parece
acelerarse.
Carlos Semorile