lunes, 26 de marzo de 2018

Dulce claridad





Dulce claridad de los ojos suyos clavados en lo alto. No hay cielo raso en la oscuridad. No hay estrellas en la oscuridad. No hay destello que no sea el de sus ojos abiertos rasgando la noche que se le viene encima. Oye un perro callejero. Oye el ruido de los coches tardíos yéndose, volviéndose. Ronquidos de una ciudad salvaje. Resaca de la fiesta que fue. Cacerolas sucias, entrechoques, platos que vuelan, catástrofes aéreas. Y en el pasillo de un hotel, diez puertas cerradas. Diez puertas lo condenan sin ninguna maldad. Pasos apresurados se deslizan por ese pasillo. Es una mujer. En fuga. Rubia y menuda. Se tiñe el pelo y lleva un sombrerito ladeado aunque no se usa. La mujer le gusta por eso. Porque es bella como no se usa. Gris el sombrero. Gris su traje. Rojos los labios. Afuera la espera la calle y la garúa. Afuera el mundo es un laberinto de galerías interminables. ¿Volverá? ¿No volverá? De haber escrito otra vez, él lo hubiese decidido. Volverá. “Mañana: nebulosidad parcial”. La radio transmite en la pieza continua.
¡Pena! ¡Pena! ¡Pena! Ronroneo de un pecho que aún respira. La botella ha ido a parar quién sabe dónde pero la cápsula sigue en su lugar. Le obstruye la garganta. Le roba la vida.
–Viejo, no te mueras.
¿Quién ha sido? Crucificado en el suelo, el hombre no puede moverse. Gotas gruesas de sudor corren por su frente. Sabe que está solo y es lo único que sabe. El piso de madera que parecía seguro, resultó ser incierto. También lo arrastra la tormenta. Lo sacude con furia. Se lo lleva mar adentro. Y él, que tanto gustó de los viajes, ahora siente miedo.  
–No te mueras, viejo. No nos dejes solos.
–¿Eres tú, Rose?
Rose está lejos. ¿Cómo podría escuchar su llamado? El rostro de su hermana le sonríe desde un tiempo ya pasado. En ese tiempo, Rose era una niña como cualquier otra. Melenita corta. Floreado el vestido. Vuelve a sentirse culpable. Malditas palabras que un día salieron de su boca. La palidez de Rose. Su incomprensión. Su ternura a pesar de todo. Hoy, en su propio cuarto de paredes blancas, Rose es una reina. Sentada en su trono, espera. ¿Quién ha de venir? 
–Viejo, es de noche y hace frío.
Acepta las voces. Nunca estuvo muy seguro de la existencia de Dios pero admite que también en eso pudo haberse equivocado. De haber estado seguro tal vez no hubiese escrito una sola palabra. En un mundo sin piedad y sin consuelo lo que no existe se inventa. Lucecitas de color tanto más cercanas que las estrellas. Fulerías. Belleza de pacotilla que cada cual puede tocar con su mano. En la ciudad ya adormecida la mano que se extiende se queda naufraga. Y el viejo se ahoga en su desesperación.
–No te mueras padre, madre, hermano.
Entonces los ve.
–¿Hannah? ¿Eres tú, Hannah?
–Sí viejo, soy yo.
Suaves acordes de guitarra irrumpen en la noche.
–¿Val? ¿Eres tú, Val?
–Sí viejo, soy Val.
 ¡Laura! Tom, Shannon. Son los rostros queridos de sus hijos. Son los rostros terribles de sus hijos. Son las manos que se abren buscándolo. ¡Ay! Manos torpes. El hombre aletea. Señala la garganta. Sabe que un solo golpe en la espalda lo puede salvar. Siluetas transparentes lo rodean. Pero por más que se avanzan no lo pueden tocar. Mira a sus hijos con ojos exorbitados. Fijos como los de un sapo. Bondadosos como los de un sapo. Ya resignados como los de un sapo cuando se alza el coro con su extraña canción de cuna.
–Hay quienes piensan que un dramaturgo viejo no vale nada. Hay quienes dicen “lo mejor ya pasó”. ¿Cómo lo saben? Y si así fuera, si ha de venir lo peor, ¿no hemos de acompañar a quien nos dio coraje? ¿No hemos de consolar a quien nos dio belleza? ¿No hemos de llorar a quien nos dio la vida?
Llanto de Hannah en la noche. Clamor de Val en la noche. Espanto de Carol en la noche. 
–No sirven, Ten. No sirven nuestras manos de papel. ¡Oh! Viejo cara de sapo, príncipe de las penumbras. Te vas y nosotros, como recortes de tu corazón, hemos de permanecer en el aire. La muerte no ha de venir por nosotros. Un Dios imperfecto nos hizo invulnerables. Volverá a levantarse el telón para que Blanche descienda de su tranvía, para que Laura observe el mundo con sus ojos de cristal, para que Lady vuelva a creer que un hijo le nace de las entrañas. Y vendrá el fuego y todo será cenizas. Y a pesar de las cenizas, volveremos a nacer.
Una lágrima sola sigue su recorrido. Va dejando su huella. Los ojos no parpadean por eso. Los ojos saben de lo inevitable.
En la pieza continua una radio transmite. “Mañana: nebulosidad parcial”. Por los pasillos del hotel se oyen los pasos de una mujer. Entra en el cuarto preciso. Se apoya en la puerta. No enciende la luz. Cabeza gacha se va secando la ropa con las manos. No sabe la mujer que con las manos no se seca la ropa. No absorben. Es así. Son muy pocas las cosas que pueden hacer las manos. El hombre sentado en la cama no apaga su cigarrillo. Piensa para sus adentros “otra vez”. Es ese “otra vez” lo que distingue. De haber tenido tiempo de pedir un último deseo, el viejo lo hubiese dicho:
–Dios, haz que venga el alba.
Tennessee pensaba que toda mañana era un triunfo sobre la noche. También pensaba que la crueldad gratuita es lo único imperdonable. Cada cual tiene sus creencias y éstas eran las suyas.


AGC