Dulce claridad de
los ojos suyos clavados en lo alto. No hay cielo raso en la oscuridad. No hay estrellas
en la oscuridad. No hay destello que no sea el de sus ojos abiertos rasgando la
noche que se le viene encima. Oye un perro callejero. Oye el ruido de los
coches tardíos yéndose, volviéndose. Ronquidos de una ciudad salvaje. Resaca de
la fiesta que fue. Cacerolas sucias, entrechoques, platos que vuelan,
catástrofes aéreas. Y en el pasillo de un hotel, diez puertas cerradas. Diez
puertas lo condenan sin ninguna maldad. Pasos apresurados se deslizan por ese
pasillo. Es una mujer. En fuga. Rubia y menuda. Se tiñe el pelo y lleva un
sombrerito ladeado aunque no se usa. La mujer le gusta por eso. Porque es bella
como no se usa. Gris el sombrero. Gris su traje. Rojos los labios. Afuera la
espera la calle y la garúa. Afuera el mundo es un laberinto de galerías
interminables. ¿Volverá? ¿No volverá? De haber escrito otra vez, él lo hubiese
decidido. Volverá. “Mañana: nebulosidad parcial”. La radio transmite en la
pieza continua.
¡Pena! ¡Pena!
¡Pena! Ronroneo de un pecho que aún respira. La botella ha ido a parar quién
sabe dónde pero la cápsula sigue en su lugar. Le obstruye la garganta. Le roba
la vida.
–Viejo, no te
mueras.
¿Quién ha sido? Crucificado
en el suelo, el hombre no puede moverse. Gotas gruesas de sudor corren por su
frente. Sabe que está solo y es lo único que sabe. El piso de madera que
parecía seguro, resultó ser incierto. También lo arrastra la tormenta. Lo
sacude con furia. Se lo lleva mar adentro. Y él, que tanto gustó de los viajes,
ahora siente miedo.
–No te mueras,
viejo. No nos dejes solos.
–¿Eres tú, Rose?
Rose está lejos.
¿Cómo podría escuchar su llamado? El rostro de su hermana le sonríe desde un
tiempo ya pasado. En ese tiempo, Rose era una niña como cualquier otra.
Melenita corta. Floreado el vestido. Vuelve a sentirse culpable. Malditas
palabras que un día salieron de su boca. La palidez de Rose. Su incomprensión. Su
ternura a pesar de todo. Hoy, en su propio cuarto de paredes blancas, Rose es
una reina. Sentada en su trono, espera. ¿Quién ha de venir?
–Viejo, es de
noche y hace frío.
Acepta las voces.
Nunca estuvo muy seguro de la existencia de Dios pero admite que también en eso
pudo haberse equivocado. De haber estado seguro tal vez no hubiese escrito una
sola palabra. En un mundo sin piedad y sin consuelo lo que no existe se
inventa. Lucecitas de color tanto más cercanas que las estrellas. Fulerías.
Belleza de pacotilla que cada cual puede tocar con su mano. En la ciudad ya
adormecida la mano que se extiende se queda naufraga. Y el viejo se ahoga en su
desesperación.
–No te mueras
padre, madre, hermano.
Entonces los ve.
–¿Hannah? ¿Eres
tú, Hannah?
–Sí viejo, soy
yo.
Suaves acordes de
guitarra irrumpen en la noche.
–¿Val? ¿Eres tú,
Val?
–Sí viejo, soy
Val.
¡Laura! Tom, Shannon. Son los rostros queridos
de sus hijos. Son los rostros terribles de sus hijos. Son las manos que se
abren buscándolo. ¡Ay! Manos torpes. El hombre aletea. Señala la garganta. Sabe que un
solo golpe en la espalda lo puede salvar. Siluetas transparentes lo rodean.
Pero por más que se avanzan no lo pueden tocar. Mira a sus hijos con ojos
exorbitados. Fijos como los de un sapo. Bondadosos como los de un sapo. Ya
resignados como los de un sapo cuando se alza el coro con su extraña canción de
cuna.
–Hay quienes piensan que un dramaturgo viejo
no vale nada. Hay quienes dicen “lo mejor ya pasó”. ¿Cómo lo saben? Y si así
fuera, si ha de venir lo peor, ¿no hemos de acompañar a quien nos dio coraje?
¿No hemos de consolar a quien nos dio belleza? ¿No hemos de llorar a quien nos
dio la vida?
Llanto de Hannah
en la noche. Clamor de Val en la noche. Espanto de Carol en la noche.
–No sirven, Ten.
No sirven nuestras manos de papel. ¡Oh! Viejo cara de sapo, príncipe de las
penumbras. Te vas y nosotros, como recortes de tu corazón, hemos de permanecer
en el aire. La muerte no ha de venir por nosotros. Un Dios imperfecto nos hizo
invulnerables. Volverá a levantarse el telón para que Blanche descienda de su
tranvía, para que Laura observe el mundo con sus ojos de cristal, para que Lady
vuelva a creer que un hijo le nace de las entrañas. Y vendrá el fuego y todo
será cenizas. Y a pesar de las cenizas, volveremos a nacer.
Una lágrima sola
sigue su recorrido. Va dejando su huella. Los ojos no parpadean por eso. Los
ojos saben de lo inevitable.
En la pieza continua una
radio transmite. “Mañana: nebulosidad parcial”. Por los pasillos del hotel se
oyen los pasos de una mujer. Entra en el cuarto preciso. Se apoya en la puerta.
No enciende la luz. Cabeza gacha se va secando la ropa con las manos. No sabe
la mujer que con las manos no se seca la ropa. No absorben. Es así. Son muy
pocas las cosas que pueden hacer las manos. El hombre sentado en la cama no
apaga su cigarrillo. Piensa para sus adentros “otra vez”. Es ese “otra vez” lo
que distingue. De haber tenido tiempo de pedir un último deseo, el viejo lo hubiese
dicho:
–Dios, haz que
venga el alba.
Tennessee pensaba
que toda mañana era un triunfo sobre la noche. También pensaba que la crueldad
gratuita es lo único imperdonable. Cada cual tiene sus creencias y éstas eran las
suyas.
AGC