Thor Wickstrom |
Lo primero que vi fue el guante. De cuero. El puño a la
altura de mis ojos. Todo en ese día me parecía digno de atención por esto de
andar lejos de casa en un lugar que, sin embargo, también fue mi casa, y que se
parece a esos viejos amigos que “hace rato no se ven”. Uno no los tiene tan
presentes, pero es cosa de volver a verlos para sentir que el cariño está.
Así miraba yo a París esa tarde. Sin reparar en ninguno de
los detalles que pueden volver la ciudad insoportable. Contenta de todo, incluso
de estar encerrada en un vagón del metro parisino, en hora pico, y como si
fuera poco, en uno de los días más fríos del año. Reducida, como se dice, a mi
más mínima expresión, en ese pequeño ángulo que se forma entre la puerta del
vagón y los asientos. En el rincón.
Como no había nada que hacer, se me dio por el guante. Del guante,
pasé al brazo, del brazo a los hombros, al cabello que los cubría, hasta llegar
al rostro en el que se distinguían dos ojos azules. Sonrientes. Cómplices. “Qué
situación”, parecían decir. “Qué complicación”. “¿De dónde saldrá tanta gente?”.
Sin animosidad. Más bien sorprendida por la situación, estaba la mujer. Como
si la escena del vagón que se llena no se repitiera todos los días. Como si no
fuera la única forma de volver a casa después de un día de trabajo. Hasta el primer
sacudón. La mujer emitió entonces algún sonido. Una suerte de “ups”. Nos sonreímos.
Era una mujer de cierta edad. No grande. Tampoco joven.
Abusando un poco de la expresión se podría decir que era una mujer “encore jeune”. Una expresión impiadosa (así
lo decidimos una vez con mi amiga Peggy, en una época –lejana– en que ambas
éramos jóvenes a secas, jóvenes y punto, sin adjetivos, sin complementos, sin
puntos suspensivos, jóvenes, así no más y ya está). Esta mujer, en cambio, era todavía
joven y todavía bella (otra expresión impiadosa). Además de rubia, rubia, rubia,
como la amiga de Tuñón. Una
gran delicadeza envolvía su persona, lo mismo que el tapado marrón.
El vagón seguía llenándose. La gente entraba y empujaba hacia
el fondo. La mujer quedó en equilibrio. Hubo otro sonido, una
exclamación que no escuché del todo pero que quería decir que en cualquier
momento iba a pisar a alguien, que desde luego no lo hacía a propósito, que no
era su intención pero qué se le va a hacer… Mientras esa parte del vagón seguía
llenándose, en mi rincón subsistía un pequeño, ínfimo espacio libre, algo así
como cinco o diez centímetros alrededor de mi persona por donde circulaba aire
y, en el piso, ese espacio se traducía en una suerte de baldosa. Le hice señas a la mujer y en ese lenguaje de miradas, suspiros,
sonidos más que palabras, le indiqué la baldosa invisible y le hice entender que pusiera
su pie ahí. Me contestó con otro sonido. Como si de
pronto hubiéramos inventado un lenguaje nuevo, un lenguaje de señas, sonoro, la
mujer se desplazó y quedó mejor ubicada, en la
baldosa.
Así transcurrió un rato. Yo seguía pensando, en esto y en lo
otro; en lo difícil que es volver a casa; en la precariedad de los transportes;
en el frio; en lo linda que era esta mujer, en lo lindas que pueden ser las
personas, hombres o mujeres; en lo traicioneras que son en cambio las palabras, ciertas
asociaciones de palabras. ¿A quién podía
importarle que la mujer fuera joven o no? A ella quizás. Y quizás, precisamente, eso se
advertía un poco en su manera de llevar el pelo, en su mirada, en la sonrisa sobre
todo. Sin embargo, era una bella mujer. Punto. A secas, sí, como la mismísima
juventud en otros tiempos.
“Bajo en la próxima estación”, me avisó unos minutos más
tarde. Le sonreí. Le deseé lo único que podía desearle en esas circunstancias y
en ese horario. Pero lo que me mató fue lo último.
Cuando se detuvo el vagón, con cara pícara, me dijo: “merci de votre hospitalité”. Gracias por su hospitalidad.
Y ahí entonces se me vino la alegría. Una alegría total. Como una vocecita que
me decía: aún podemos entendernos. Los que nos conocemos y los que no nos
conocemos. Los extraños...
Cándida