Releyó las últimas líneas como si no fuera
suficiente que las palabras estuvieran a salvo en el cuaderno. (El cuaderno
tenía un elástico que aseguraba el cierre, no era tan fácil escapar). En todo
caso sentía más que nunca que las palabras –cuando nacen– no vienen de adentro,
no están ya inscritas en algún misterioso cajón que puede abrirse o no abrirse.
Más bien se dejan caer como la lluvia, golpean desde afuera, llegan desde otro
lugar. Por eso, no tenía la más mínima intención de dejarlas ir.
Puso la lapicera en la mesa con gesto lento, como
si una mariposa se hubiera posado ahí y temiera espantarla. Si ese era el
final, si ese era de verdad el final, lo mejor era hacer como si nada. Fingir
no haberse dado cuenta. Silbar. (Aunque no sabía silbar). Ocuparse de otra
cosa.
Cerró el cuaderno.
A.