Hoy recibimos en
casa a la arquitecta Victoria y al carpintero Vidoje, esta vez en plan de
trabajo. Bah, igual que la vez anterior, pero con menos charla porque había “obligaciones
contraídas” y horarios que cumplir. Es un placer verlos, o tan siquiera
escucharlos trabajar juntos: es como si pelearan jugando, o jugaran peleando,
pero en realidad están creando a dúo. Vidoje es un encanto: nos dice que es
judío, y le creemos; pero si nos dijera que es musulmán, también le creeríamos.
Claro, después nos
enteramos que ha sido actor. No sólo ha representado papeles, sino que
inclusive se atrevió al montaje de obras y de ese modo, confiesa travieso, se
quedaba con los mejores personajes. Eso nos lo contó la visita pasada, pero hoy
agregó que a veces le hacían encarnar figuras que estaban por encima de su
edad. Cuestión de “physique du rôle”, por parecer más viejo que sus años, aún
siendo un joven que estaba lejos de ser un hombre mayor.
Así, en dos
pinceladas y en el breve lapso de un café en pocillo y “al paso”, la cosa se
pone buena y da pena despedirse de ambos, la joven arquitecta y el carpintero joven
que alguna vez fue un señor más grande sobre las tablas de algunos escenarios
porteños. Me gusta mucho el modo en que esta joven recepciona y aloja la
memoria de este señor tan singular, y también la ternura de este hombre sabio
que jovialmente trabaja, sonríe, rememora, se franquea y es compinche de la
muchacha.
Luego, agarran los
bártulos y casi riñen por ellos en una amable disputa por evitarle al otro la
sobrecarga de peso, y hay una rápida despedida con sabor a pronto retorno.
Pasan las horas, pero persiste el recuerdo y se me ocurren varias cosas.
Algunas las descarto, como la canción “Monólogo”, de Silvio, esa donde dice: “Fui un actor famoso, siempre andaba
viajando. Aquí traigo una foto actuando. Me recordaron tiempos de sueños e
ilusiones”. En Vidoje no hay rastros de melancolía.
Pienso más bien en
Mauricio Kartun cuando habla del “tiempo sagrado”, ese “tiempo suspendido” en
el que entramos cuando dejamos atrás el imperativo de ser “productivos” y nos
permitimos el ocio, la lectura, la poesía, el baile, el canto o la charla entre
amigos que, a veces –así de milagrosa puede ser “la cuestión”-, reúne más de
uno de estos ítems en un mismo espacio, bajo un mismo techo diría tal vez la
arquitecta, o cobijados por un mismo encanto, acaso diría el actor.
Lo último es mi
propio recuerdo de cuando era un viejito “así de chiquitito”, porque la edad no
tiene nada que ver con los años, y uno a veces viene con memorias del futuro y
remembranzas de un pasado que nunca conoció. Pero esas son otras historias, y
es mejor que las deje por si algún día me nace hablarles de cuando me llamaban
“El Abuelo”.
Carlos Semorile