Estoy en un bar. Una pizzería, para ser exactos. Me preparo a
leer un cuento. El mozo se acerca, saluda, pregunta qué me voy a servir:
–Una lágrima, por favor.
Aunque de vez en cuando voy a esta pizzería, no lo hago de
manera tan frecuente como para tener a los mozos como amigos. El mozo parpadea.
Aguardo. Me lo quedo mirando. El mozo vuelve a parpadear. Son
dos segundos pero recién ahí entiendo. El mozo hace como que llora, me está
ofreciendo una lágrima, una de esas lágrimas que caen de los ojos (y no la
bebida que, en Buenos Aires, consiste en leche caliente con una gota de café,
especial para las personas que no pueden tomar café después de ciertas horas…).
Me da risa. Me da risa en serio, cosa poco frecuente. El mozo se ríe también.
–¿Vio? Hoy era un día para reír.
Saco mi libro, mi cuaderno, mis anteojos, y leo. Leo un texto
hermoso, luego otro texto hermoso, y otro, y otro más. Son cuentos llenos de
bondad, de lucidez. Cuentos como uno quisiera que fuera el mundo. Cuentos
sabios. Cuentos tiernos. Cuentos parecidos a la gente que uno conoce. Cuentos…
igualitos a los suspiros que uno deja caer, a veces, cuando se pregunta si tal
cosa será o no será posible. (Cuentos que hablan de dragones que se distinguen de
otros seres porque todo lo que sueñan se vuelve realidad). Termino de leer. Han
pasado unos cuarenta minutos. Pido la cuenta. El mozo la trae. Pago. Y cuando
el mozo está por retirarse, me dice:
–Pero lo que más le deseo, es que mañana tenga un buen día.
Así no más, y no es nada inventado. La pura realidad.
Cándida