El
colectivo estaba semivacío, pero una asfixia interior, imperativamente, me hizo
descender. Sin duda, una decisión compulsiva. ¿Decisión? No lo sé. Tampoco me
interesó demasiado saberlo. Pulse el timbre para bajar. Descendí en Pompeya. Con
mis pies sobre la vereda, aspiré una profunda sensación de libertad y alivio. Como
el oxígeno después de un encierro prolongado. Al aire silencioso de Pompeya se agregó
una sonrisa liberadora. Mucha oscuridad y escasas luces fugitivas escapadas de
algún hermético fondín. Ese fue mi destino, o quizá mi fatalismo, porque entré
atraído como la polilla hacia la luz, y sin saber muy bien por qué, ya estaba
en su interior.
En
contraposición del aire fresco del exterior fui recibido con densas nubes de
humo y vahos de alcohol. Las mesas todas ocupadas por jugadores de truco o
melancólicos narradores de vaya uno a saber que historias tremebundas. Arrimado
a un auténtico estaño supérstite de un Buenos Aires en lenta agonía.
Pedí
una ginebra servida de inmediato con desganada rutina.
A
mi lado un hombre sexagenario, también con su ginebra, exhalaba largas
bocanadas de humo y miradas hacia el infinito. En la profundidad de sus
pensamientos irradiaba una solitaria preocupación. A veces arqueaba las cejas
como respondiendo a un monólogo o diálogo interior. Mientras yo bebía dirigió
una mirada hacia mí acompañada de un gesto casi de respuesta.
-Es
así nomás amigo…
Contesté
como si supiera en qué pensaba.
-¿Le
parece?
-Estoy
en camino a mi casa y no estoy seguro si continuaré o no. No sé si voy a
volver.
-¿Usted tiene mujer? -preguntó.
-Sí,
Tengo mujer- respondí.
-Yo
también – sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos lo extendió hacia mí en
señal de invitación y encendió el suyo. Aspiró
con profundidad y liberó una densa
corriente de humo. Luego continuó.-
-Me
fui hace tres años. Ayer decidí volver.
-¿Estaba
muy lejos de aquí?
-No,
dos horas no más. Hoy por la tarde partí y al llegar aquí a Pompeya me atacó
la
duda…y todavía no sé si voy a volver.
-¿Hijos?
–pregunté.
-Uno
solo, pero él ya no estaba cuando me fui. Ya tiene su mujer y un hijo. Está
bien, y tiene trabajo. Aquí el problema es
mío…y no sé si voy a volver.
-Y
la que era su casa antes de partir, ¿está lejos de aquí?
-No,
unas quince cuadras. Hay que cruzar Puente Alsina y prontito se llega. Interrumpió
su relato mientras movía la cabeza y continuó.
-Todavía
no sé si voy a volver…ya hablé con Ramiro y dijo que me aguanta esta noche y
todas las que yo quiera, tiene una piecita vacía, aquí, en esta fonda, allá atrás.
-Ah,
usted lo conoce hace tiempo a Ramiro…
-Sí,
desde los seis años y ahora tenemos cincuenta y ocho. La escuela del barrio, la
barra, la noche, la timba, todo compartíamos. Después me casé y fui para el
otro lado del Riachuelo pero seguí siempre aquí. En estos tres años sin volver
a mi casa vine muchas noches a esta fonda, de visita, a ver a Ramiro y alguno
del barrio de antes. Pero esta noche…no sé. No sé voy si voy a volver…
-Pero
tiene algún temor a no encontrarla o que esté con otro hombre…
No
contestó. Sólo se dirigió a Ramiro:
-Dos
ginebras, supongo que usted acepta… perdón , su nombre es…
-Lucas
– respondí.
Tendió
su mano a modo de presentación y continuó:
-Jacinto,
un hombre leal siempre a sus órdenes…
Mantuvimos
el silencio mientras Ramiro nos servía.
-No
es fácil decidir-dije para ayudar a Jacinto.
-Así
es, amigo…no sé si voy a volver.
-Su
mujer lo espera- pregunté.
-Ella
ni debe saber si estoy vivo…y yo, no sé si voy a volver. Tres años son tres
años…Difícil. Difícil.
-Usted
se fue enojado…
-Más
o menos, usted sabe, las mujeres son difíciles…
-Sí,
seguro…son difíciles.
-Así
es, amigo.
Dejó
de hablar. Su mirada volvió al infinito y siguió con sus exhalaciones de humo.
-Y
usted tuvo noticias de ella en estos tres años.
-No.
Sólo sabía que vivía en el mismo lugar. Yo tampoco buscaba tener noticias.
-Pero
supongo que usted la quería.
-Sí,
claro, y mucho…pero no sé si voy a volver.
Pagué
yo la última vuelta de ginebra. Nos saludamos con un afecto implícito y
recíproco. Esperé unos minutos el colectivo que pareció una cápsula. Durante el
viaje sólo pensé en Jacinto. ¿Qué drama estaba viviendo ese hombre? ¿Temería
encontrarla con otro hombre? ¿Portaría ahora alguna historia turbia
transcurrida en estos tres años?
Pasaron
quince días y decididamente volví al fondín. Un instante después de entrar se
apoderó de mí un extraño miedo. Jacinto seguía en la misma postura del día que
lo conocí. Ramiro en el mismo lugar y con una molesta actitud. Parecía que
estaba en ese mismo lugar por una forzada obligación. Creo estar seguro, o bien
tuve la sensación, que los parroquianos permanecían en las mismas mesas y con
idéntica postura. Todo parecía un calco de una escena. La misma de quince días
atrás. Como en una película detenida puesta en marcha para continuar después de
la pausa. Jacinto igual, en el mismo lugar, con la misma ropa y la mirada
perdida exhalando sus feroces bocanadas de humo. Ramiro, con un movimiento de
mentón, sin palabras, se dirigió a mí.
-Ginebra-dije.
Sin
moverse ni cambiar su postura, Jacinto me habló.
-¿Cómo
anda, amigo?
-Bien,
y usted…-respondí.
-Todavía
no sé si voy a volver…
No
contesté.
Un
súbito pánico me invadió. Dudé si realmente antes había estado en ese lugar o
si todo se reducía a una extraña y fantástica sensación de una falsa repetición
de los hechos. Suele ocurrir, el cerebro nos hace sutiles trampas. Recordar
situaciones vividas y que jamás ocurrieron. Falsos recuerdos. Caí en un estado
de parálisis y deseos de huir del lugar.
Jacinto
continuó.
-No
sé si voy a volver o no. No sé…
Dudé
en contestarle y hasta pensé que todo era un delirio repetitivo. El diálogo
quedó en suspenso. Supongo que habrán pasado dos o tres minutos. Jacinto rompió
el silencio y dijo dirigiéndose a Ramiro.
-Dos
ginebras, invito yo.
Extendió
su paquete de cigarrillos igual que la vez anterior. Ya no tenía dudas. Todo
era un calco del encuentro o bien yo… Jacinto exhaló su mensaje de humo casi
cósmico.
-No
sé todavía si voy a volver…
Bebió
la ginebra de un trago y continuó.
-Ya
son quince días… Sí, quince que estoy aquí en lo de Ramiro y…no sé si voy a volver…
Esto
me tranquilizó. Probablemente se trataba de un ritual con quien se tuviera a su
lado. Si bien, racionalmente estaba seguro haber estado en ese mismo lugar y
con la misma persona quince días atrás, ahora ya no tenía dudas.
Un
profundo deseo de ayudar a Jacinto brotó espontáneamente.
-Vea,
Jacinto, la cuestión es sí o no.
-Todavía
no sé si voy a volver…
-Seguro
que si vuelve ganará…
-O
perderé… todavía no sé si voy a volver…
-En
toda decisión, creo, que se gana y se pierde…
-Así
es, amigo Lucas…
Sentí
una gran conmoción, Jacinto se acordaba perfectamente de mí y todas mis dudas se
disiparon.
-Vamos, Jacinto, decida, decida.
-No
es fácil, no es fácil…
-Veamos,
piense que gana y que pierde volviendo. Después analizamos lo mismo si
decide no volver.
Jacinto
guardó silencio. Pensativo. Parecía un coloso antiguo. Casi una deidad griega
emitiendo humo desde lo profundo del Hades. Una fotografía lo hubiera
eternizado como Jacinto de Pompeya. Mejor una escultura. La fotografía es
instantánea, espacio tiempo plano y detenido. La escultura se congela después
de un largo trabajo de transformación interior de quien la crea.
-Sabe,
amigo Jacinto… -interrumpió- Ramiro, dos ginebras a mi cuenta. Luego continuó.
-Como
le decía…bueno, usted tiene razón, la cosa es siempre así. Vino tinto o vino blanco,
mujer rubia o mujer morena, blanco o negro. Siempre es así, pero el problema es
otro…
-¿Cuál?
–pregunté.
-Decidir…,
salud –dijo Jacinto levantando la copa de ginebra.- Por eso ya pasaron quince
días y…no sé si voy a volver…
Tenía
razón Jacinto. El tema estaba bien planteado, la cuestión era decidir. Él sabía
bien que el asunto era sí o no. Pensé que posiblemente toda la vida sea
exactamente lo recién dicho por Jacinto. Decidir sabiendo que se gana y se
pierde. Es la escuela de la vida. Lástima que la última materia sea la muerte,
cuando ya no hay más posibilidades. Terminé la ginebra y nos despedimos
afectuosamente,
Durante
varias noches pasé por la puerta del fondín, pero no entré. Miraba desde afuera
para ver un cuadro congelado. Todo igual y Jacinto ya casi transformado en una
estatua sobresaliente de la composición plástica.
La
noche siguiente, noté todo exactamente igual. Ramiro molesto tras el estaño,
los parroquianos en sus lugares, pero Jacinto no estaba. Un profundo miedo me
lanzó al interior del fondín.
Pedí
una ginebra al hierático Ramiro.
-Buenas
noches, don Ramiro. -Dije con cierto temor como si me dirigiera a Zeus.
-Buenas
noches don.-contestó secamente Ramiro.
-Dígame
don Ramiro, no está el amigo Jacinto.
-No,
se fue hace dos días.
-No
sabe si volvió a su casa o retornó a donde estuvo viviendo…
-A
ninguno de esos dos lugares…
-¿Entonces?
-Este
martes pasado lo encontraron a dos cuadras de su casa colgado de un árbol…era
un hermano mío…¡que lo parió carajo! –dijo sollozando.
Automáticamente
me sirvió otra ginebra y dijo.
-Amigo,
esta ginebra es invitación mía.
Estrechó
mi mano con afecto y dejó a asomar unas lágrimas. Un silencio de varios minutos
nos mantuvo unidos. Ramiro pasó al otro lado del estaño y entre sollozos
compartidos nos abrazamos profundamente. Cuando salí me dijo.
-Por
favor siga viniendo. Desde ahora sus copas son invitación mía. Perdí a un
hermano de toda mi vida.
-Así
lo haré amigo Ramiro.
Periódicamente
volvía por la noche.
Ramiro
siempre parco y se ofendía si yo quería pagarle la ginebra.
Todo
seguía igual como una imagen congelada, sólo faltaba Jacinto y su duda.
Otto Carlos Miller